Amaia Fano-El Correo

La decisión tomada esta semana por Carles Puigdemont y su partido de formalizar su ruptura con Sánchez y dejar al Gobierno socialista en minoría parlamentaria no es un salto al vacío ni el producto de un arrebato emocional, sino un movimiento de precisión calculada que pretende enviar un mensaje de fuerza al electorado independentista.

Junts quiere recuperar con ello la centralidad y volver a presentarse ante los catalanes como el partido que planta cara al Estado y no se pliega a las necesidades de Sánchez, a diferencia de ERC, su eterno rival que –al igual que EH Bildu– se comporta como un apéndice del sanchismo. No quiere que un posible adelanto electoral le pille de la mano del PSOE con el que la relación ha sido, desde el inicio de la legislatura, un equilibrio imposible de promesas en su mayoría irrealizables y flagrantes incumplimientos. La amnistía, aunque aprobada, no ha resuelto todas las causas judiciales ni ha permitido el regreso del expresident y el diálogo sobre el «conflicto catalán» se ha diluido entre reproches, gestos simbólicos y maniobras dilatorias que han agudizado la desconfianza entre ambos. Por lo que seguir apoyando al Gobierno en estas circunstancias significaba, a ojos de su base electoral, avalar una política que ha reportado pocos resultados tangibles a los de Puigdemont, que adicionalmente han tenido que ver cómo Salvador Illa se hacía con la presidencia de la Generalitat mientras la derecha soberanista se siente cada vez más atraída por la Aliança Catalana de Sílvia Orriols.

De ahí que hayan decidido soltar lastre trasladando un mensaje claro: «No somos muleta de nadie». Y aquí viene la segunda parte de la ecuación. Junts quiere dejar caer a Sánchez sin ser el responsable de que en España gobiernen PP y Vox, por lo que ya ha anunciado que no apoyará una moción de censura cuyo candidato sea Núñez Feijoo, consciente de que, de hacerlo, perdería buena parte de su capital político en Cataluña (algo parecido a lo que le ocurriría al PNV en Euskadi). Alternativamente, se había hablado de una moción de censura instrumental con un candidato independiente que tuviese como única encomienda la convocatoria electoral inmediata. Pero nada se dijo de esto en la comparecencia del lunes en Perpiñán.

Así que, de momento, Junts desestabiliza pero no destruye a Sánchez, cuyo gobierno ya caminaba sobre la cuerda floja y sigue dependiendo de una aritmética frágil. Pero, sin sus siete votos, cualquier votación –Presupuestos o leyes sociales– se hará cuesta arriba, quedando más expuesto a las presiones del resto de socios y a merced de un Podemos radicalizado al extremo que, necesitado de marcar perfil propio, le ha declarado la guerra al líder socialista.

El resultado es un país más ingobernable y un ciclo político que parece haber llegado a su fin. Veremos. Pero, desde la óptica de Junts, el caos puede ser rentable pues, cuanto más se tambalee el poder en Madrid, más fuerza cobra su discurso soberanista en Cataluña. Y es que en política, a veces, la mejor forma de ganar no es gobernar, sino impedir que otros lo hagan.