RAÚL LÓPEZ ROMO-EL CORREO

  • El asesinato del ingeniero jefe de Lemóniz, hace hoy 40 años, y la paralización de las obras de la central dieron combustible a ETA para continuar su delirio homicida

José María Ryan trabajaba como ingeniero jefe en la construcción de la central nuclear de Lemóniz. A sus 39 años, estaba casado con Pepi Murua, con quien tenía cinco hijos. Vivían en una urbanización de Umbe, tan cerca de Bilbao como de aquella obra de Iberduero que nunca llegó a inaugurarse. Buena parte de la culpa la tuvo ETA militar. El 29 de enero de 1981 la organización terrorista secuestró a Ryan de camino a su casa. Impuso un ultimátum: si en una semana no se derribaba la planta atómica «bajo la dirección de los organismos populares correspondientes», el rehén sería «ejecutado». ETA sabía que estaba exigiendo un imposible. El plazo venció el 6 de febrero. El cadáver de Ryan apareció en la cuneta de un camino forestal de Zarátamo, maniatado y con un tiro en la nuca. Para entonces ya habían estigmatizado al cautivo acusándole de ser un «yanki imperialista al servicio de la oligarquía española». Las amenazas contra el resto de los técnicos no se hicieron esperar.

No hizo falta demoler los recios muros de hormigón, que hoy, 40 años después, siguen en la que antaño fue la cala de Basordas. El miedo cumplió su función. Las obras, ya casi terminadas, se paralizaron, primero provisionalmente y luego para siempre. ETA lo exhibió como un trofeo de guerra; el triunfo parcial que vaticinaba su victoria definitiva. Le dio combustible para continuar su delirio homicida.

La violencia terrorista no es una cualquiera, sino que espera réditos políticos, y en este caso los obtuvo. La discusión sobre la energía nuclear, que era intensa, quedó relegada por otro debate primordial, ético, que aún nos ocupa: la eterna cuestión de los fines y los medios.

Repasar la prensa de la Transición, hoy más accesible gracias a las hemerotecas online, nos retrotrae a un periodo convulso en el que se iban consiguiendo libertades en un ambiente de extrema tensión y violencia, sobre todo en el País Vasco. Por un lado, hablamos de una época muy distinta de la actual. Las noticias de atentados se sucedían. La sociedad, con honrosas excepciones, permanecía silente. Las víctimas ocupaban apenas unas líneas. La amenaza golpista se materializaba el 23-F. La democracia era frágil. Por otra parte, hablamos del hito fundacional del sistema vigente. A diferencia de lo ocurrido en otros países que presumen de un origen glorioso, a menudo mitificado, no es precisamente la unidad lo que prevaleció en nuestro caso. Los que quedaron en el camino, los muertos, nos tendrían que recordar lo que no debe volver a suceder. Pero no hay consenso ni siquiera en torno a ellos. Políticos hay que siguen legitimando los asesinatos de ETA, tácita o explícitamente, al resistirse a afirmar que fueron injustos. También a estos efectos se nota que no ha sido hace tanto y que las responsabilidades fueron enormes.

El impacto del terrorismo ha sido tan grande y proyecta tal sombra hacia el presente que sigue generando noticias a diario, más de una década después de la última víctima mortal de ETA. Pero tan importante es lo que aparece -sobre iniciativas de memoria o, en otro plano, sobre ‘ongi etorris’, acercamiento de presos etarras, el papel de Bildu en las instituciones…- como los silencios y las omisiones.

Como muestra, un botón. El Museo de Bellas Artes de Bilbao expone hasta finales de este mes una muestra sobre Lemóniz donde no aparece ETA, que, en su particular cruzada antinuclear, mató a cinco personas. Ryan fue la penúltima. Un año después acribilló a su sucesor en el cargo, Ángel Pascual, al salir de su casa del barrio bilbaíno de Begoña. ¿Hubo manifestación de protesta? A diferencia de lo que solía ocurrir, esta vez sí, pero cada partido desfiló por separado, marcando distancias con los cortejos de las otras fuerzas políticas. Ciertas cosas no han cambiado tanto.

La exposición se centra en los llamados «herrikoi topaketak» (encuentros populares), organizados por los comités antinucleares en noviembre de 1980. También repasa las masivas movilizaciones contra Lemóniz y recoge interesantes imágenes de la construcción de la central. El evento congregó en la Feria de Muestras de Bilbao a artistas e intelectuales de diferentes disciplinas y procedencias. Esa diversidad -entre los firmantes del manifiesto contra Lemóniz estaban Chillida, Oteiza, Agustín Ibarrola, Jon Juaristi o Luis Castells- habría sido imposible apenas tres meses después, cuando ETA asesinó a Ryan. Para muchos, lo urgente pasó a ser la denuncia de los crímenes de la banda.

Hurtar al espectador el decisivo papel que jugó ETA es ofrecer un esbozo parcial de aquellos días. Lo mismo vale para esta exposición en concreto que, en general, para el paisaje que ha dominado nuestra historia reciente.