Lorena Gil-El Correo

  • Un libro recuerda a quien fuera ingeniero jefe de la central nuclear cuando se cumplen cuarenta años de su secuestro y posterior asesinato

Los sábados por la mañana José María Ryan solía cortar el césped de su jardín con una segadora. «Porte académico de aire inocente, gafas y cuerpo nada atlético». Era uno de los mayores expertos en energía nuclear y por entonces trabajaba en la central de Lemóniz. Hasta que el 29 de enero de 1981, ETA le capturó. O se derribaba la instalación o acabarían con su vida. Empezaba una macabra cuenta atrás de una semana. El 6 de febrero apareció amordazado y maniatado, con un tiro en la nuca. Al día siguiente era sábado. «Mi madre, muy temprano, tras haber dormido apenas un par de horas, escuchó el ronroneo de la segadora», evoca Anton Arriola. «Pero solo existía ya dentro de su cabeza».

Hoy se cumplen cuarenta años del secuestro y posterior asesinato del ingeniero jefe de la central de Lemóniz, José María Ryan. Un atentado que, entrelazando ficción alegórica y retazos autobiográficos, Arriola recoge en su libro ‘El ruido de entonces’ (editorial Erein). «Quería escribir algo que pudieran leer los jóvenes -él tiene una hija de 18 años-, porque hay un vacío enorme en su memoria sobre lo que ha ocurrido», explica este licenciado en Ciencias Económicas. El padre de Anton Arriola y Ryan fueron compañeros de curso en la Escuela de Ingenieros y coincidieron en las milicias universitarias en Zamora. Ambos empezaron en la compañía eléctrica Iberduero justo el mismo día. La mujer de José Mari, Pepi Murua -así se refiere el autor de forma cariñosa a ambos en su libro-, era su dentista. Las familias eran no solo amigas, sino también vecinas. Residían en una urbanización de chalets ubicada en el monte Unbe.

De origen irlandés, los Ryan eran una familia asentada e Euskadi. José María, cuyo abuelo trabajó en Altos Hornos, nació en Bilbao en 1943, donde cursó sus estudios de Ingeniería Industrial. En 1966 entró a formar parte de Iberduero. La empresa le envió a Estados Unidos. Allí se diplomó en Energía Térmica y Nuclear y al volver, se incorporó como ingeniero a la central térmica de Burceña y después, a la de Santurce. Hasta que fue destinado como ingeniero jefe del proyecto de la nuclear de Lemóniz. Se había casado diez años antes y fruto del matrimonio nacieron cinco hijos. «Estaba muy ilusionado con la central, creía que la energía nuclear traería muchos beneficios para Euskadi. No había tomado nunca medidas de seguridad. No tenía miedo, pese a que algunos amigos le hicieran observaciones al respecto», relata Arriola en su obra, a la que acabó de dar forma en el primer confinamiento por la Covid-19 gracias a los recuerdos de su propio padre y excompañeros de Ryan.

La oposición era muy plural. Destacadas personalidades de la vida cultural, política y social en el País Vasco se habían implicado en la lucha contra la construcción de la central de Lemóniz desde 1976. Las manifestaciones habían sido multitudinarias, pero todo aquello saltó en pedazos cuando ETA entró en juego tiñendo aquella lucha de sangre. Antes del atentado de Ryan, ETA causó la muerte de tres trabajadores del complejo. En 1978, los terroristas colocaron una bomba en el reactor que costó la vida a dos operarios, Alberto Negro y Andrés Guerra. Un año después, un explosivo en la zona de turbinas mató a Ángel Baños.

Zulo en Basauri

La noticia del secuestro del ingeniero jefe de Lemóniz, de 39 años, se conoció sobre las nueve y media de la noche. Una voz anónima telefoneó al diario Egin informando de los hechos. El propio periódico, tal y como se recoge en ‘El ruido de entonces’, llamó al domicilio de la víctima para preguntar si Ryan había llegado a casa. Tras la negativa de su mujer, le dijeron que ETA militar había asumido la responsabilidad de su «detención». Al día siguiente, la banda difundió un comunicado en el que condicionaban la liberación del ingeniero a la decisión del Gobierno español de demoler, en un plazo de siete días, la central nuclear. Un imposible.

Miles de personas, incluidas su mujer y sus hijos, se echaron a la calle para pedir a los terroristas que no cumplieran su amenaza. «Recuerdo ir con mis padres a las manifestaciones, ir con esperanza. Sobrevivía esa idea de que ETA no podía ser tan salvaje», reconoce Anton Arriola en conversación con EL CORREO. Pero lo fue. El 6 de febrero por la noche, los terroristas le dispararon a bocajarro y dejaron el cadáver abandonado en un camino forestal de la localidad vizcaína de Zaratamo. Hasta allí se desplazaron el padre de Arriola y otro de los ingenieros, que pudieron entrever el cuerpo de su amigo tendido en el suelo. Uno de sus hijos cumplía cinco años al día siguiente.

El 10 de enero de 1986, una unidad de los Grupos Especiales Operativos (GEO) liberaron al industrial vizcaíno Juan Pedro Guzmán Uribe, retenido por ETA en un zulo localizado en la calle Nagusia de Basauri. Los agentes descubrieron que había sido utilizado para encerrar a otras dos personas: José María Ryan y el también empresario Federico Lipperheide, secuestrado a finales de 1981.

«Hermetismo»

El caso del jefe de ingenieros de Lemóniz, que ha prescrito sin que se haya condenado a sus verdugos, desencadenó una ola de rechazo. «Era un técnico, buena persona, la gente empatizó con él a nivel personal», resume el autor de ‘El ruido de entonces’. Tres días después del crimen se convocó una jornada de huelga general que paralizó Euskadi. También ese día más de 300.000 personas rechazaron en las tres capitales vascas el asesinato en movilizaciones por la paz. En Bilbao, incluso acudió a la convocatoria el obispo auxiliar, Juan María Uriarte, en un gesto con el que por primera vez la jerarquía eclesiástica vasca se posicionó contra la banda terrorista.

El asesinato de Ryan sembró la semilla del miedo entre todos los trabajadores de Lemóniz. «El hermetismo era y sigue siendo muy grande», asume Anton Arriola. La misma madrugada en la que se conoció el fatal desenlace, revela Arriola, la esposa de uno de los compañeros de la víctima falleció de un ataque al corazón. Tenía solo 34 años. El proyecto de Lemóniz se paró de forma temporal. Pero apenas una semanas después de reemprenderse las obras, en mayo de 1982, ETA acabó con la vida del sustituto de José María Ryan. Su nombre, Ángel Pascual. Los terroristas le mataron a balazos en presencia de su hijo. Tras el brutal asesinato, la compañía eléctrica asumió la paralización del proyecto, una decisión que ETA convirtió en su gran trofeo. El coste económico se cifró en 5.343 millones de euros. Ni hablar ya de las pérdidas humanas.

Cuarenta años después el esqueleto de los dos reactores en la cala de Basordas, ahora propiedad del Gobierno vasco, sigue intacto. Como también lo están los recuerdos de quienes vivieron aquellos aciagos días de cerca.