ARCADI ESPADA-El Mundo

Una esperanza de orden, claridad y resolución recorrió España entre el 12 de febrero y el 12 de junio, los cuatro meses que duró el juicio a los presos nacionalistas. Como algunos países próximos, España vivía un tiempo inestable y confuso, por el resquebrajamiento de las reglas que hasta entonces habían regido la conversación pública y el debate político. Para sintetizar en un hecho el demolido estado de las cosas bastará decir que unos pocos meses antes de la apertura del juicio, el socialista Pedro Sánchez había llegado al poder gracias, entre otros, al voto favorable de los partidos cuyos líderes afrontaban la máxima responsabilidad de los sucesos que habían culminado en la declaración de independencia de Cataluña. Y el principal, por no decir único, argumento de la moción de censura con la que descabalgó de la presidencia a Mariano Rajoy eran dos fake news: que el Partido Popular había sido condenado penalmente por corrupción en el caso Gürtel y que su líder estaba al corriente del funcionamiento de la caja B del partido.

Rápidamente, y de un modo inesperado, el juicio empezó a entrar en las casas y en la conversación subsiguiente. Sus protocolos, su minuciosidad y su elegancia retórica causaron una cierta y positiva impresión. Había un modo de conversar sobre los hechos que se proponía establecer la verdad, y no escamotearla, y que lo hacía mediante el respeto férreamente codificado a las personas que participaban en la conversación. El juez Manuel Marchena se erigió, en pocos días, en el símbolo de esa higiene. Firme, preciso, irónico, y dotado de un estimable carisma, se convirtió en el ejemplo clásico de un tipo en el que se podía confiar, como siempre sucede con aquellos que reúnen a un tiempo la autoridad y la verdad. Cuando sin mayor aspaviento mandó despejar definitivamente la Sala se extendió la convicción de que la sentencia que redactaría no desmentiría a Buffon: «El estilo es el hombre». Y por si fuera poco con lo visto y actuado, los especialistas señalaban que su prosa jurídica estaba entre las mejores de España.

Dados estos antecedentes es fácil comprender la honda impresión de desaliento que causa en cualquier espíritu objetivo la lectura de la sentencia que ayer se hizo pública. Y, en especial, las nucleares doce páginas (263-275) dedicadas a rechazar la rebelión, en que la expectativa de una prosa limpia, cortante y civil se diluye en un esfuerzo gelatinoso y rábula de acomodar los hechos a la cama de Procusto. En esas páginas, la sentencia establece que el Proceso fue una ficción, que nunca tomaron por nada más que un sueño sus propios promotores. El objetivo de los procesados no fue el ejercicio del derecho de autodeterminación sino el ejercicio «de un atípico derecho a presionar», como llega a escribirse textualmente en el insuperable y alucinógeno párrafo final de los hechos probados. Comparándolo con los hechos que realmente ocurrieron en aquel octubre, el grotesco carácter del razonamiento de los magistrados puede resumirse así: los procesados aprobaron unas leyes de desconexión constitucional, celebraron un referéndum de autodeterminación y proclamaron la independencia de la República catalana porque su intención era presionar al Gobierno Rajoy para negociar unas leyes de desconexión constitucional, celebrar un referéndum de autodeterminación y proclamar la independencia de la República catalana. De lo que lógicamente se deriva –y me asombra la falta de valor de Marchena al no escribirlo– que la aplicación del artículo 155, decidida por el Gobierno, estuvo solo encaminada a presionar a los sediciosos con la aplicación del artículo 155. En su leguleya melopea el redactor reconoce que en todo el proceso descrito hubo violencia, pero como solo cabe adherirla a la presión por la independencia, y no a la independencia en sí, se trató de una violencia flotante, desencarnada de la rebelión, y neutralizadora así de la rebelión misma que la requiere ineludiblemente para ser. El alcance del acojonante mecanismo razonador solo se aprecia, sin embargo, en el capítulo siguiente, cuando leído el estólido argumentario sobre la sedición, cualquiera se pregunta por qué el llamado derecho a presionar o el carácter ficcional de todo el Proceso, no basta para absolver también del delito sedicioso a los soñadores. El lirismo catalán lloriqueará en las calles: «¡Cómo se atreven a juzgar un sueño!». Y tendrá razón.

La Fiscalía pedía 25 años de cárcel para Junqueras, por los delitos de rebelión y malversación y la sentencia los ha reducido a la mitad. La Fiscalía pedía que los condenados no obtuvieran beneficios penitenciarios hasta haber cumplido la mitad de la condena y la sentencia permite que en pocas semanas los presos ya salgan a hacer servicios sociales, o sea, a seguir negociando la independencia a su ínclita manera. Pero lo desmoralizador no es la rebaja del castigo, sino el modo que ha elegido el Supremo para hacerla efectiva. El profundo desprecio por los hechos que exhibe la sentencia. En algunas fases puramente espiritistas de su prosa, Marchena adjudica a los sediciosos la conciencia plena de su ensoñación. Sabe que sabían que soñaban, por más que la urdimbre fáctica de su convicción acerca de tal sueño vívido sea desdichadamente frágil. Yo nunca he querido meterme en la piel de un hombre, ecs, y no lo discutiré. Sin embargo, sí habría agradecido que la sentencia se hubiese ocupado en algún momento de los devastadores efectos que ha causado la acción sonámbula de los ensoñados. Ellos y todos sus planes pudieron ser una ficción; pero no lo han sido las devastadoras consecuencias de su conducta, los niveles de ruina moral, económica y política que han proyectado sobre su comunidad.

Por esas consecuencias, precisamente, los españoles merecían una sentencia que les hablara a ellos, que confirmara por escrito y para la memoria del futuro aquella esperanza de orden, claridad y resolución que supuso el juicio. Un relato de fría transparencia, que uniera los puntos sin temor a la cara del monstruo resultante. Una sentencia que reservara la piedad para el castigo y no contaminara los hechos con ella. Una sentencia, ¡convengámoslo!, que facilitara la convivencia. Es decir, que en vez de mirar a cada párrafo de soslayo a «los ilusionados», que es como el paternalista Marchena llama al pobrecito pueblo que creyó en las consignas procesionarias –no ha acabado de comprender el augusto juez que los ilusionados fueron los líderes, y que fue el pueblo el que los traicionó, porque no se atrevió a darles la fuerza en la calle que sus líderes le reclamaban–, dispensara también su mirada y su interés moral sobre la otra mitad: los dos millones de intimidados y despreciados y vulnerados que han sido las principales víctimas del Proceso, por más que ningún policía les haya roto la nariz.

Basta la observación de un intestino humano para comprobar hasta qué punto la chapuza forma parte de la evolución. Escribía hace años el filósofo Jesús Mosterín: «La vida es el reino de la contingencia y la historicidad, ayuno de previsión y de propósito. Sólo a base de acumular trucos, chapuzas y chiripas logramos los organismos mantenernos provisionalmente a flote. No somos perfectos, pero hemos sobrevivido, aunque sea por los pelos». Sobreviviremos. Pero de la sentencia sobre la crisis política más importante de la democracia española no esperábamos la chapuza, sino el tajante punto y aparte de la mutación. Como decían los flamencos del otro Marchena, parecía que cantaba. Y solo era el mandibuleo del que va pasándose los tercios de un lado a otro de la boca, haciendo enjuagues.