Lo ha vuelto a hacer. El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero ha vuelto a decir en público que él fue quien acabó con ETA.
Si acaso, aceptó compartir la hazaña con su gabinete, y en especial con Alfredo Pérez Rubalcaba. No está mal que por lo menos le reconociera el crédito a alguien que, sin ser el artífice exclusivo de una victoria sufrida y laboriosa —que lo fue de la sociedad española, y sobre todo de unos pocos más expuestos que el resto—, sí hizo más que él para obtenerla.
Cuando se ve a alguien reincidir en el despropósito de esa manera, en un asunto tan delicado y tan doloroso y sobre unos argumentos tan fácilmente rebatibles, resulta inevitable pensar en lo mal que llevan algunos haber dejado de ser lo que un día fueron, que es el destino inexorable de los seres humanos.
Lo peor no es que alguien se apropie, por haber estado allí, de una consecución que rebasa sus méritos, como rebasaría los de cualquier individuo, por excepcional que fuera, que quisiera arrogarse el protagonismo en materia tan ardua y escabrosa. Lo más lacerante es el desprecio olímpico de los esfuerzos, el sudor y las penalidades de todas las personas que contribuyeron, en un grado que el vanidoso de turno ni puede imaginar, a que se alcanzara el resultado que luce tan ufano en la pechera.
A Zapatero se le pueden y se le deben reconocer algunos méritos, también en este terreno, como haber propiciado desde la oposición un pacto para la unidad de acción respecto de ETA. Y haber designado para encargarse del tramo final, negociando pero sin dejar de apretarle el dogal a la bestia moribunda, a la mejor cabeza política del último medio siglo en España. Alguien que no se engañó en ningún momento: la izquierda abertzale no entraría en razón hasta ponerle las esposas al último pistolero.
Fue la derrota de ETA —hora es ya de decirlo ya, aunque a muchos, empezando por Zapatero, no parezca interesarles— una prueba del músculo moral y cívico de la sociedad española. Esa que muchos se complacen en menospreciar como franquista, reaccionaria o disfuncional, pero que dio una lección mayúscula a los aturdidos redentores de patrias imaginarias, por la vía de desarmarlos con la razón, el derecho y el esfuerzo meticuloso.
Fueron los millones de horas de trabajo invertidos por los investigadores de la Guardia Civil y la Policía, por los agentes de servicios de inteligencia, por los funcionarios de la fiscalía, los juzgados y los tribunales, con el respaldo de una ciudadanía consciente y comprometida que suplió la abulia, el cálculo y el miedo del resto, los que condujeron uno por uno a las salas de audiencia y a la cárcel a unos sujetos que estaban enganchados a la extorsión violenta y no tenían otra forma de recapacitar.
[Opinión: ¿De verdad fue Zapatero el que acabó con ETA?]
Esos funcionarios públicos, esos ciudadanos que les dieron su apoyo y se negaron a doblegarse a los matones, demostraron que esta sociedad es algo mejor que los que con tanta frecuencia acuden a salvarla, se ocupan sobre todo de salvarse a sí mismos y luego, en lugar de hacer mutis por el foro y adoptar el perfil bajo que la modestia y el sentido común aconsejan, exigen ser reverenciados como campeones hasta el fin de los tiempos.
Lo estamos volviendo a ver en estos días en los que hay unos cuantos que se ven obligados a bajarse del podio, a dejar de oler la tapicería del coche oficial y a volver a caminar por la calle como un transeúnte más. Y se muestran ofendidos por no recibir la suficiente veneración de la plebe ingrata.
Quien vaya a dejar de ser alcalde o alcaldesa, ministro o ministra, mejor haría en meditar sobre lo que ha acertado a aportar mientras tuvo en sus manos los asuntos públicos, sin triunfalismo y con la sana dosis de autocrítica que caracteriza a la inteligencia. Y acatar su natural y saludable retorno a la condición de peatón y vecino.
Saber irse, a ver si se enteran, vale más que saber llegar.