Miquel Escudero-El Imparcial

En Las raíces de un cáncer (Tecnos), los historiadores Gaizka Fernández Soldevilla y Santiago de Pablo han escrito una memoria acerca de la primera ETA, de la que fue desde 1959, año de su fundación, hasta 1973, tras el asesinato de Carrero Blanco, de su chófer Pérez Mogena y de su escolta Bueno Fernández; no hay que olvidar ni silenciar a las víctimas ‘menores’, a no ser que caigamos en el cínico elitismo que desprecia a los ‘pobres’ que nunca cuentan. Aquel atentado hizo creer a no pocos que era mejor poner una bomba que hacer diez huelgas. Y que, por estas acciones, “nuestro pueblo vasco os quiere con fervor y os admira”.

En su inicio, ETA no podía ser vista como un peligro para la dictadura franquista ni como un rival para la hegemonía nacionalista del PNV. Ya en uno de los primeros boletines etarras se apuntaba a quienes rechazaban el uso de la violencia: “algunos patriotas pusilánimes y terroristas”. Pero cabe saber que las Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado sólo prestaron atención a aquel grupúsculo a raíz de un intento fallido de que un tren de excombatientes guipuzcoanos descarrilara; fue el 18 de julio de 1961. Al año siguiente, el histórico diputado jeltzale Manuel Irujo definió a ETA como “un cáncer que, si no lo extirpamos, alcanzará todo nuestro cuerpo político”.

Es destacable el caso Batarrita, que se produjo en el barrio bilbaíno de Bolueta la noche del 27 de marzo de 1961. Una deliberada tergiversación pretende todavía que se quiso atentar contra ETA cuando “en ninguna de las casi 1.200 páginas de la causa judicial se cita a ETA”, una causa judicial siempre disponible en los archivos, las hemerotecas e Internet.

El primer atraco de la banda armada a un banco se produjo en 1965 y en Guipúzcoa, a un cobrador a quien le sustrajeron el botín de 2,75 pesetas y unas letras de cobro inservibles; los ladrones no se percataron de las 200.000 pesetas en metálico que contenía una bolsa de la motocicleta de la víctima. El segundo atraco sucedió año y medio después, esta vez robaron un millón de pesetas.

Ya en 1968, unos pistoleros arrebataron la vida a José Antonio Pardines, joven guardia civil al que le tocó ser la primera víctima mortal de ETA. El entorno nacionalista desdibujó aquel crimen y forjaron un mártir con el primer muerto etarra, Javier Echevarrieta, horas después de asesinar a Pardines, en una refriega con la policía.

El juicio de Burgos supuso un hito tanto en su promoción interna como en su proyección internacional. No lo pudo hacer mejor el régimen de Franco para dar ‘heroicidad’ a la banda que cometería el 95 por ciento de sus asesinatos en democracia. Fue un Consejo de Guerra celebrado a finales de 1970 contra dieciséis etarras, donde cinco de ellos fueron condenados a muerte por asesinato. La sentencia de Teo Uriarte, uno de los fundadores luego de Euskadiko Ezkerra, fue, ni más ni menos: ‘dos penas de muerte y 30 años de reclusión’. Franco no firmó las penas de muerte y siete años después, gracias a la Amnistía concedida por la democracia, todos aquellos condenados quedaron en libertad.

El proceso de Burgos facilitó la expansión urbi et orbi del mensaje de que había sido orquestado para dar un escarmiento al pueblo vasco. Aquella idea fuerza, un truco propagandístico, dio insospechados réditos a la banda, no sólo por las movilizaciones solidarias que se dieron para salvar seis vidas, o por la espectacular actuación durante el juicio de Mario Onaindia, sino por las serias discrepancias que hubo en el régimen (incluyendo intentos de soborno al fiscal para evitar que se dictaran penas de muerte; ya se pensaba entonces en la etapa que iba a abrirse con la muerte de Franco).

En octubre de 2017, el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo encargó al Euskobarómetro una indagación sobre un recuerdo concreto. Se preguntó a unas seiscientas personas cuál había sido la primera víctima mortal de ETA: la inmensa mayoría (casi 500) dijeron ignorarlo, 52 dijeron que Melitón Manzanas, 13 que Carrero Blanco y sólo 7 acertaron al decir que Pardines. Poco más cabe añadir a tamaña ignorancia, salvo la imperiosa necesidad que hay de cultivar y divulgar el amor por la verdad y la precaución ante las mentiras manipuladoras, todo esto es decisivo para conservar la libertad y no tener que llorar su pérdida.