Este Goyache, pobre hombre, no es que no sepa estar ni sepa ser, es que ni es ni está
Una secretaria-asistente de Begoña Gómez pagada por el sufrido contribuyente español llamó de parte de su asistida al rector de la Universidad Complutense de Madrid, Joaquín Goyache, para citarle en La Moncloa el pasado julio de 2020 a una reunión con la esposa de Pedro Sánchez. El objetivo de este encuentro fue la creación en dicho centro de formación superior de una cátedra extraordinaria financiada por algunas grandes empresas en la que se impartiría un Máster de Transformación Social Competitiva dirigido por doña Bego, FreeBego para los amigos y militantes lobotomizados del PSOE Han sido sobradamente comentadas las peculiares circunstancias de esta imaginativa iniciativa académica, la necesidad de nombrar un codirector por carecer la susodicha de la titulación requerida, el secretismo con el que el rector manejó este asunto sin informar ni al Consejo de Gobierno ni al Consejo Social, las irregularidades administrativas de las contrataciones realizadas, la apropiación presuntamente indebida por parte de la supercónyuge de un software valorado en 150.000 euros preparado gratuitamente por Indra y Google y otras inquietantes noticias.
Mi intención no es ahondar en todos estos jugosos datos, que ya dictaminará el juez instructor de la causa su alcance y calificación y en su momento si procede el tribunal que entienda del tema. Lo que me parece relevante comentar es la llamada al rector por parte de una subalterna de una señora que aparte de estar casada con el tiernamente enamorado secretario general del PSOE y presidente del Gobierno no desempeña que se sepa función pública alguna ni ejerce cargo en la Administración del que obre conocimiento. En cuanto a sus méritos intelectuales, grados obtenidos, doctorados presentados, publicaciones, libros, sobre Transformación Social Competitiva u otra materia similarmente gaseosa tampoco se dispone de información, es decir, son inexistentes.
Para situar en contexto la cita en cuestión a través de persona auxiliar, me permitiré recordar ciertas anécdotas vividas por mí a lo largo de veintiséis años de política activa como miembro de diversos parlamentos, el de Cataluña (1988-1999), el Senado (1995-1999) y el Europeo (1999-2014), lo que me facilitará la debida ilustración de mi planteamiento y su significado. Empezaré por la Cámara catalana. Yo fui elegido en las autonómicas de 1988 como número dos de la lista por Barcelona y una vez formalizados los trámites para tomar posesión de mi escaño, me dispuse a participar en la sesión constitutiva de tan ilustre asamblea. Pues bien, llegué al Parque de la Ciudadela y mi dirigí a la entrada principal del antiguo arsenal, palacio real y museo. Mi camino fue interceptado ya cerca de la puerta por un Mozo de Escuadra sin gorra y con un cigarrillo en la mano que me requirió con gesto hosco que le mostrara mi credencial. Yo carecía en aquellos tiempos de experiencia política, pero tenía una idea clara de cosas como dignidad, respeto y otros anacronismos. Miré al uniformado de hito en hito y le dije que primero tirase el cigarrillo, que a continuación se pusiese la gorra, se cuadrase para saludarme y tras estas tres operaciones, consideraría mostrarle mi credencial o no. Un sargento que observaba la escena desde el cuerpo de guardia acudió presuroso y puso las cosas en su sitio. Desde ese incidente los Mozos cuando me veían aparecer en lontananza se ponían firmes y me abrumaban a muestras obsequiosas de disciplinada y marcial deferencia.
Al ver que no se había levantado cuando la senadora le había dirigido la palabra y no se había apresurado a ayudarla a transportar su maletita rodante a la consigna, era obvio que padecía movilidad reducida, reumatismo, lumbalgia, artritis aguda…
La segunda historia tuvo lugar en el Senado. Coincidí un día en el acceso al Palacio de la Marina española con una senadora de provincias del PP que, procedente del aeropuerto, portaba un pequeño maletín con ruedas. Una vez intercambiados los saludos de rigor entre gente civilizada nos detuvimos ante una mesa tras la que estaban sentados en posición que oscilaba entre el gracioso abandono y el desmadejamiento dos ujieres galoneados, uno de ellos portando la librea propia de su rango con un evidente desaseo. La senadora, muy cortés, preguntó dónde se encontraba la consigna para dejar debidamente custodiado su mínimo equipaje. El ujier de la chaqueta mal planchada hizo un seco movimiento de cabeza señalando el fondo del pasillo a su izquierda mientras continuaba con sus posaderas sobre su asiento. Yo entonces decidí pasar a la acción y proceder a educarlo porque era palpable que necesitaba una intensa labor pedagógica. Le comuniqué muy apenado cuánto sentía que se encontrase enfermo y me interesé solícito por cuál era la dolencia que le aquejaba. Me respondió que gozaba de buena salud y que cuáles eran los motivos por los que yo creía que sufría alguna patología. Le respondí, con gran amabilidad, que al ver que no se había levantado cuando la senadora le había dirigido la palabra y no se había apresurado a ayudarla a transportar su maletita rodante a la consigna, era obvio que padecía movilidad reducida, reumatismo, lumbalgia, artritis aguda u afecciones semejantes que debilitaban su motricidad. Su rostro pasó del desconcierto al rubor, del rubor a la palidez y saltó ágilmente de su sillón para tomar el trolley y trotar hacia el recinto de almacenamiento provisional.
El caso de la reina Beatriz de los Países Bajos
Y el tercer y último relato afecta nada menos que a una testa coronada. Durante las sesiones plenarias que el Parlamento Europeo celebra mensualmente en Estrasburgo es frecuente que se produzcan visitas oficiales de jefes de Estado sujetas a un protocolo bien consolidado por décadas de tales solemnidades. El primer mandatario, europeo o de un país tercero, suele llegar en un vuelo que aterriza en el aeropuerto de la capital de Alsacia donde es cumplimentado a pie de escalerilla por un vicepresidente de la institución que representa a su presidente, el prefecto francés del departamento, el alcalde de Estrasburgo, el jefe de protocolo de la Eurocámara y otras autoridades. Se forma una caravana escoltada por motoristas engalanados de la Gendarmerie, en la que en un vehículo se desplazan el jefe de Estado invitado acompañado del miembro de la Mesa al que le haya correspondido escoltarlo, seguido de otros que acarrean al resto de personalidades. La comitiva se detiene transcurrido un trayecto que dura entre quince y vente minutos en la recepción de honor situada en la parte posterior de la sede y allí el presidente le saluda a pie de calle y le distingue con un despliegue caluroso de zalemas y atenciones. A mí me tocó esta obligación con visitantes tan interesantes como el Emir de Qatar, el presidente de Bolivia Evo Morales, el presidente de Ucrania Víctor Yuschchenko y el presidente de Afganistán, Hamid Karzai, por mencionar algunos. Ningún problema hasta que la agasajada fue la entonces reina de los Países Bajos, Beatriz. El jefe de protocolo de la Casa Real de los Orange avisó a su homólogo del Parlamento Europeo de que la reina Beatriz en ningún caso compartiría coche oficial con uno de sus vicepresidentes porque era totalmente improcedente que Su Majestad se desplazase en un espacio físico tan reducido con nadie que no fuese otro jefe Estado o la Grand Maîtresse de la Cour. Dejando aparcadas por prudencia delicadas connotaciones de la palabra “maîtresse” muy alejadas del servicio a una monarca, instruí a nuestro director de protocolo que si un vicepresidente de Parlamento Europeo era evaluado por los neerlandeses como un osado plebeyo que no merecía la vecindad de la Reina Beatriz, nuestra institución no iba a modificar su protocolo rebajando al vicepresidente a acomodarse en un coche del cortejo y que, por tanto, o yo recibía el trato habitual o nadie de la Mesa recibiría a Su Majestad, que disfrutaría de absoluta privacidad. Y así lo hicimos.
El rector tenía que haber indicado a la secretaría que si doña Bego le solicitaba una reunión que la sustanciase mediante un correo a su gabinete, que el encuentro se produciría por supuesto en su despacho del rectorado y que ya se le comunicarían fechas y horas posibles
Estos tres ejemplos demuestran cómo hay que comportarse si se representa a una entidad pública de relieve -como es la UCM, sin duda- en la coyuntura de que alguien carente de buenas maneras y de elegancia perpetra una grosería del calibre de citar al rector de la primera universidad del país con un toque de silbato ni siquiera emitido por la convocante, sino por una figurante. El rector tenía que haber indicado a la secretaría que si doña Bego le solicitaba una reunión que la sustanciase mediante un correo electrónico a su gabinete, que el encuentro se produciría por supuesto en su despacho del rectorado y que ya se le comunicarían fechas y horas posibles. Además, como es natural, por una medida de elemental cautela, conocido el rigor ético de la demandante y su fastuoso marido, a la entrevista asistirían el vicerrector de Ordenación Académica, el gerente y la interventora.
Este Goyache, pobre hombre, no es que no sepa estar ni sepa ser, es que ni es ni está. Cuando acude a su puesto de trabajo cada mañana, como señaló Winston Churchill de Clement Attlee con demoledora crueldad, se apea de una limusina oficial vacía.