Vicente Vallés-EL CONFIDENCIAL

  • Si el objetivo es preservar la institución habrá que establecer un cordón sanitario –permítase esta licencia tomada de costumbres políticas– que preserve al Rey de su padre
 Es sabido que Juan Carlos I tuvo una participación determinante en la Transición a la democracia y en que el 23-F no nos devolviera al pozo del que habíamos empezado a salir al morir el dictador. Pero tales momentos de grandeza están suficientemente glosados y han sido ya reconocidos por la mayoría de los españoles, por don Felipe y por la historia. De manera que resultaba redundante y, sobre todo, inconveniente –por el momento elegido– forzar al Rey a acudir al Congreso a un acto evitable por innecesario para recordar que un día, cuarenta años atrás, un absurdo personaje asaltó el templo de la democracia pistola en mano. Porque también el 23-F ha sido glosado con suficiencia. Lo que falta –y es incomprensible y muy poco democrático que falte– es que se nos conceda a los españoles el derecho a conocer todos los documentos referidos a ese golpe y que, cuatro décadas después, aún se mantienen como secreto de Estado.

Cometido el error de forzar al Rey a hablar de su padre dos días antes de la segunda regularización fiscal, el debate se reabre. Porque justo en esos días, varios socios de Pedro Sánchez pidieron al Congreso que se levante la inviolabilidad del Rey, lo que fue rechazado debido a que el PSOE contó con el apoyo de la oposición. Y, sin embargo, quienes plantearon acabar con ese privilegio de la Corona no estaban lejos de la razón, aunque lo estén a menudo en otros asuntos. Porque nadie en estos tiempos, tampoco un rey, debe disfrutar de una total inviolabilidad ante la justicia. Esa libérrima condición de no investigable ni juzgable es impropia de la democracia plena de la que disfrutamos. Y en nada afectaría a don Felipe perder esa condición, porque hasta el día de hoy no ha demostrado otra cosa en su reinado que su voluntad de actuar con buen criterio en circunstancias extremadamente complejas para él –en lo personal– y para la institución.

Pero ese buen criterio no impide que se deba analizar si algunas de las decisiones que se han adoptado mano a mano entre Zarzuela y Moncloa son las más adecuadas. Por ejemplo, el destierro de don Juan Carlos, pensado en términos de temporalidad. Es decir, pretendiendo que no fuera definitivo. Quien creyera que la mejor solución –la menos mala, porque en este asunto ni siquiera hay una rendija medio buena– era el extrañamiento del Emérito, debió analizar que una medida de ese calibre tiene difícil vuelta atrás. Si la marcha ya pudo ser inconveniente, el regreso de Juan Carlos I se convertiría en una nueva sucesión de obstáculos para Felipe VI y en un maná de oportunidades para aquellos que desean acabar con la Monarquía parlamentaria, con eso que llaman despectivamente “régimen del 78”, y quién sabe si, de paso, con la democracia tal y como la conocemos.
 Quien creyera que la solución era el extrañamiento del Emérito, debió analizar que una medida así tiene difícil vuelta atrás
 José Antonio Zarzalejos ha explicado en El Confidencial que Moncloa y Zarzuela diseñan un plan para que Juan Carlos venga temporalmente a España con la idea de volverse a ir después, y con el objetivo de restar así argumentos a los enemigos de la monarquía parlamentaria (algunos de los cuales se sientan en el Consejo de Ministros) cuando dicen que el Emérito se ha fugado. Pero no parece muy lúcido que las decisiones se tomen para contentar a determinados partidos o con la ingenua pretensión de restarles argumentos, cuando es bien sabido que nada de lo que se haga con cualquiera de esas dos intenciones tendrá éxito. Saciar a los insaciables es una quimera y, por tanto, solo lleva a la melancolía y, aún peor, al fracaso.

Si el objetivo que se busca es preservar la institución habrá que establecer un cordón sanitario –permítase esta licencia tomada de determinadas costumbres políticas– que preserve al Rey de su padre. Don Felipe ya ha hecho todo lo que podía hacer por don Juan Carlos –mucho más de lo que el propio don Juan Carlos ha hecho por sí mismo–. Los asuntos que el Rey emérito tenga que aclarar deberían quedar ya en el ámbito del Rey emérito, y no del Rey. Que don Juan Carlos no resuelva de inmediato los asuntos de don Juan Carlos a quien perjudica es a don Felipe. Y el jefe del Estado tiene, por su condición, un país al que representar.