Federico Echanove-El ESPAÑOL

  • Las relaciones entre España y Marruecos deben ser preservadas. Pero ninguna relación sana puede basarse en la imposición o el sometimiento, sino en la transparencia, la lealtad y la confianza. 

Podría argumentarse que, aunque se esté repitiendo a bombo y platillo que con la carta de Pedro Sánchez a Mohamed VI se ha producido una diametral rectificación de la política de España respecto al Sáhara Occidental, en realidad las cosas no son tan distintas a otros momentos en los que el que el PSOE ha estado en el Gobierno.

Porque, como el propio José Luis Rodríguez Zapatero ha recordado en estos días, durante su etapa como presidente ya se respaldó sin demasiado disimulo el plan de autonomía que Marruecos presentó en 2007 ante el Consejo de Seguridad de la ONU.

Un plan que Sánchez respalda ahora y para el que, según trascendió después a través de cables de Wikileaks, incluso se prestó asesoramiento técnico al reino vecino desde el Ministerio que entonces dirigía Miguel Ángel Moratinos.

Lo que sucede es que no parece que Argelia sea de esa opinión. Algo habrá hecho bastante mal este Gobierno para que, pese a no haber llamado nunca a consultas a su embajador por aquel pasado respaldo al plan, Argel no haya esperado ahora ni veinticuatro horas desde la epístola de Pedro Sánchez para adoptar esa medida.

Y es que aunque a Pedro Sánchez la falta de respeto a la palabra dada y el tratar de contentar siempre a todo el mundo le hayan podido venir bien para alcanzar la presidencia del Gobierno, en diplomacia las formas son muy importantes. Y aunque aquí traguemos ya con todo, y nuestra clase política nos tenga tan mal acostumbrados, no siempre ocurre lo mismo cuando quienes nos representan tratan de actuar del mismo modo allende nuestras fronteras.

Y no queda bien, la verdad, llamar al presidente argelino para pedirle que garantice a España el suministro de gas y que este se entere después por la prensa del contenido de la genuflexa misiva que has enviado a su sempiterno rival en el Magreb.

«Durante meses ha tenido lugar la escenificación pública de una coacción mediante la que Marruecos ha conseguido finalmente lo que quería»

Y lo que es aún más relevante. A diferencia de otras ocasiones, las autoridades del Majzen se pasaron esta vez meses reiterando de manera pública, descarada y nada sibilina que la normalización en las relaciones entre España y Marruecos, el cese de los asaltos a las vallas de Ceuta y Melilla y el freno de quién sabe lo que pudiese llegarnos después estaban condicionados a un respaldo explícito al plan de autonomía de Marruecos para el Sáhara. Que de lo que se trataba era de que España pasase por el aro en ese tema.

Incluso tuvieron que admitir, una vez que Brahim Gali volvió a Argelia, que su malestar por su presencia en España para tratarse la Covid había sido una excusa.

Es decir, que durante meses ha tenido lugar la escenificación pública de una coacción. Una coacción mediante la que, tras recibir todo tipo de concesiones previas (piscifactorías en aguas territoriales propias o prospecciones en Canarias sin que España levantase la voz, parabienes de Felipe VI comprometiendo su figura, e incluso la cabeza de la ministra González Laya, entre otros peajes considerados insuficientes), Marruecos ha conseguido finalmente lo que quería.

Y es verdad que en las primeras semanas de la crisis, cuando se produjeron los avalanchas de menores sobre Ceuta, alguien como Josep Borrell, con su habitual falta de pelos en la lengua, llegó a calificar desde su puesto en la Unión Europea (UE) lo que estaba sucediendo como lo que de verdad era, un inaceptable chantaje.

Pero en España, según fueron pasando las semanas, nadie dijo nunca nada sustancial al respecto. Y se terminó por aceptar algo tan indigno como normal. A la espera de que, tras el nombramiento de José Manuel Albares, España pagase su ominoso tributo.

Que tras esa escenificación pública del chantaje la rendición se haya efectuado también con una solemnidad oficial hasta ahora inédita, tanto a través de la misiva de Sánchez como mediante la pública genuflexión en Barcelona de Albares, añade aún más oprobio a las escenas del pasado viernes.

«Incluso en medios de comunicación serios se ha llegado a interpretar que España está reconociendo la marroquinidad del Sáhara. Algo que no es cierto, por mucho que Marruecos lo desee»

Como tampoco es baladí que la citada sumisión se proclamara a los cuatro vientos y del modo más televisado posible. O sea, como más deseaba Marruecos.

Y no es poco. Primero, por la importancia que en diplomacia siempre tienen las formas. Y segundo, por la relevancia que en nuestro tiempo tienen siempre el relato y la interpretación de los hechos.

Porque a golpe de tuit y de la simplificación a la que siempre obliga un titular, incluso en medios de comunicación serios se ha llegado a realizar la interpretación de que España está reconociendo la marroquinidad del territorio. Algo que no es cierto, por mucho que Marruecos lo desee.

Entre otras cosas, porque la ONU no daría nunca validez a ese atentado al Derecho Internacional que sólo Donald Trump ha perpetrado y que ni siquiera ha apoyado nunca Francia, pese a que lleve respaldando el plan de autonomía marroquí de modo explícito desde hace décadas.

Que las relaciones entre España y Marruecos son algo que por razones obvias debe ser preservado y cuidado, y que estamos obligados a entendernos, es cosa sabida. Pero ninguna relación sana puede basarse, como parece haber ocurrido aquí (sea esa o no la realidad, basta que lo parezca), en la imposición o el sometimiento, sino en la transparencia, la lealtad y la confianza.

Como tampoco puede basarse en el olvido de las responsabilidades que se tengan con terceros o el desprecio del Derecho Internacional. Por legítimos que sean los intereses que tengan los Estados en, por poner un ejemplo, delimitar sus aguas territoriales.

*** Federico Echanove es periodista.