ABC 09/02/16
DAVID GISTAU
· Los militantes del «radicalchic» están acostumbrados hace tiempo a comer por más de ocho euros
ME pareció meritorio el papel que el ministro Méndez de Vigo hizo en la gala de los Goya. En plena dispersión pepera, convertido Rajoy en un ectoplasma que vaga por los corredores de su pasado, no todos los miembros del gabinete ni los riveritas de las jóvenes portavocías se habrían presentado voluntarios para encarnar su papel en la velada. El de hombre que se quedó sin sitio en el último helicóptero del tejado de la embajada norteamericana en Saigón y permanece en la ciudad mientras ésta cae en manos del Vietcong entre exaltaciones y disparos esporádicos. Me habría gustado usar la imagen de los viejos patricios que se quedaron, dignos dentro de las togas que iban a perforar los puñales, en los porches de sus casas mientras entraban en Roma los galos de Breno, pero tampoco hay que exagerar. Roma siempre son palabras mayores. Yo aún no he superado su caída, y Europa tampoco.
El ministro cumplió por tanto con su papel suicida de quédese y apague la luz. Lo hizo, además, sin que se le borrara la sonrisa. Ni siquiera cuando el más reciente prototipo de la inagotable fábrica de andaluces profesionales –abierta por Borges en referencia a Lorca–, que han ido del verso al chiste, utilizó sus méritos e incluso su origen para azuzar contra él la inversión de valores del rencor social. Cuando el andaluz profesional le preguntó si alguna vez había comido de menú de ocho euros –y el ministro cabeceó diciendo sí como si de ello dependiera salir vivo de allí como de una checa: de haber podido, el hombre habría cometido hasta faltas de ortografía–, lo que en realidad decía es que el futuro y la decencia pertenecen únicamente a quienes jamás comieron por más de ocho euros: la Gente, la Bendita Gente y su postre a elegir, café o natillas, vino incluido.
No querría someter al andaluz profesional a la revelación, sin duda traumática, de que los allí presentes, militantes del «radical-chic», están acostumbrados hace tiempo a comer por más de ocho euros. Como el propio Pablo Iglesias, de quien resulta inolvidable aquella declaración suya de que le gusta el whisky Macallan porque una cosa es ser de izquierdas y otra es ser lumpen y gilipollas. Después de verlo con ese esmoquin de «crooner» guajiro, ya sólo puedo imaginarlo anunciando Macallan como Bill Murray en «Lost In Translation», convertido todo él en una imagen de marca.
Pero el chiste contra el ministro del andaluz profesional sirvió al menos para revelar cuánto tiene de impostura esta falsa revolución que seduce a los guapos de alfombra roja de la «intelligentsia». Antes, había sucedido otra cosa igual de reveladora. El andaluz profesional invitó a entrar en una habitación en la que refundar España a todos los políticos salvo los que representan a los entre diez y siete de millones votantes habituales del centro-derecha. Material sobrante. Rivera sonreía aliviado, como diciendo: «Ha colado. Estoy dentro».