La puerta que aún se mantiene abierta a futuras excarcelaciones anticipadas o contactos con líderes terroristas como Ternera u Otegi, a los que erróneamente se presenta como dispuestos a renunciar al terror sin concesiones, reduce el efecto disuasorio que posee la negación de cualquier expectativa de beneficio para ETA.
En su libro Salida, voz y lealtad (1970) Albert Hirschman propuso unas variables con las que analizar el funcionamiento de empresas en crisis. Con el agravante que supone el carácter criminal y fanatizado de los terroristas, su aplicación a una organización terrorista es útil para examinar cómo podría alcanzarse el final de ETA. Hirschman utilizó dos conceptos para evaluar las opciones de consumidores o miembros de organizaciones empresariales ante la disminución de los beneficios que éstas les reportaban. Por un lado, podían optar por la salida, abandonando la organización si los costes excedían a los beneficios. También podían permanecer dentro de la organización utilizando su voz para criticar su deterioro. Una eficiente política antiterrorista debería socavar la capacidad de ETA estimulando tanto las críticas internas como las defecciones, combinación que puede lograr el derrumbe del entramado terrorista. Para ello es imprescindible que se extienda y consolide entre los terroristas el convencimiento en torno a la inutilidad de su violencia y los efectos contraproducentes de la misma. De no ser así, la salida y la voz pueden surgir, pero sin devenir en el colapso de una organización terrorista cuyos líderes todavía no han extraído la conclusión que debería derivarse de su debilidad estructural.
Aunque la decadencia de ETA es progresiva debido a una intensa presión policial y judicial que constituye el más poderoso elemento de disuasión para la banda, ésta sigue sin interiorizar genéricamente que debe renunciar al instrumento que le acarrea tales costes. La documentación terrorista revela cómo la coacción estatal resulta asfixiante cuando una inclemente persecución policial confluye con medidas como la Ley de Partidos y la doctrina Parot. Estos factores han propiciado tanto la salida de activistas desencantados y agotados como la voz crítica de otros que exigían el final del terrorismo. Sin embargo, la negociación con ETA emprendida por Zapatero en la pasada legislatura derrotó importantes voces disidentes al demostrar el Gobierno que el terrorismo reportaba a ETA el rédito de una peligrosa legitimación como consecuencia de la directa interlocución mantenida. Por ello, aunque desde las cárceles se escuchan algunas voces críticas con el liderazgo, el debate interno abierto entre 2007 y 2008 ha concluido con un cierre de filas sobre la idoneidad de mantener el terrorismo. «Debemos dar lo más duro posible en su territorio y en todos los frentes, sobre todo en el militar y en el económico. Las razones que nos impulsaron a tomar las armas continúan tal cual. La lucha armada es legítima». Esta contribución de un recluso sintetiza el resultado de un intercambio de posiciones en el que la lealtad al maximalismo ideológico logró imponerse frente a expulsiones previas por articular críticas a la continuidad del terrorismo.
La documentación etarra muestra que el realismo sobre las dificultades por las que atraviesa la banda no es ajeno a la racionalización de los etarras. Sin embargo, siguen sin dar el paso ansiado por la democracia, pues desde su lógica el terrorismo continúa resultando eficaz, creencia reforzada por una reciente negociación que han podido interpretar en términos similares a los que ya expresaba el dirigente terrorista Txomin Iturbe en 1986: «Y en Euskal Herria, hasta los más tontos ven que incluso esa porquería de Estatutos que se han conseguido los han cedido por la presión de la violencia y que, si no, ni eso hubieran cedido». La negociación del marco jurídico político directamente entre ETA y representantes gubernamentales en 2006 ha reforzado esa lógica que en los ochenta ya llevó a Iturbe a advertir: «Conforme vayan fracasando las otras políticas y vean que no consiguen arrodillarnos, irán a la negociación».
En estas circunstancias sería conveniente moderar el triunfalismo sobre supuestas disidencias entre el colectivo de presos e incluso entre los líderes de la banda aireadas por algunos medios. Así ha de ser para que ante posibles atentados se evite el desánimo de una sociedad a la que se le ha prometido la inminente erradicación de ETA durante mucho tiempo. Pero también con objeto de impedir que los terroristas presenten como fortaleza la ausencia de la definitiva materialización de esa derrota tan anunciada, pero de incierta visualización. Es pues oportuno medir correctamente la acción comunicativa que con buen criterio incide en la debilidad de ETA sin ignorar que, desgraciadamente, la banda aún no ha asumido una voluntad de concluir su campaña terrorista. Este reconocimiento sirve para comprender que el final de ETA es fundamentalmente una responsabilidad de los terroristas que el Estado debe propiciar demostrando la inutilidad del terrorismo para obtener objetivos políticos.
Debe subrayarse, como sugiere el ministro del Interior, que el diálogo con ETA no volverá a producirse. Sin embargo, la disuasión que transmite disminuye al recordarse la opinión del presidente del Gobierno sobre la derrota de ETA. Al preguntarle si era posible acabar policialmente con ella, respondió: «Se puede debilitar mucho policialmente a ETA y hay que hacerlo, pero exige un gran esfuerzo del Estado y el apoyo de todos los partidos políticos.» Ante la insistencia del entrevistador sobre si mediante esos métodos sólo resultaba posible «debilitar mucho» a ETA, pero «no acabar» con ella, el presidente concluyó: «Debilitar mucho.» (20 Minutos 2/2/08).
Esa lógica da sentido a un hipotético escenario en el que la banda obtendría la recompensa de contraprestaciones a cambio de su promesa de renunciar al terrorismo. Se retroalimenta así la eficacia de una violencia que centra las reflexiones de los dirigentes etarras para cohesionar lealtades neutralizando potenciales voces críticas. Esta dinámica limita el alcance de importantes éxitos de la lucha antiterrorista, entre ellos la desmoralización de un entorno terrorista que llega a admitir: «La política carcelaria implantada hace 20 años se convertía en una gravísima agresión a presos y familiares. Pero la dispersión de 2009 tiene un alcance y unos efectos mucho más graves aún que la de 1989. Para empezar, entonces había 564 presos vascos y ahora son 739. […] Y es seguro un fracaso vasco, en la medida en que no se ha articulado una respuesta efectiva a una situación que condiciona la vida diaria de todo un país» (Gara 19/4/09).
Ante la admisión de ese fracaso, la puerta que aún se mantiene abierta a futuras excarcelaciones anticipadas o contactos con líderes terroristas como Ternera u Otegi, a los que erróneamente se presenta como dispuestos a renunciar al terror sin concesiones, reduce el efecto disuasorio que posee la negación de cualquier expectativa de beneficio para ETA. Para que la conjunción de voz y salida desemboque en el fin de ETA, debe rechazarse la más mínima esperanza de éxito para los terroristas, trasladándoles a ellos exclusivamente la responsabilidad del problema y de su solución: «Porque hay algo importantísimo que de primeras ganaríamos sin ETA: no habría seiscientos detenidos al año. Habría treinta y, quizás, tras varios años, nadie. Viendo la flagrante diferencia entre lo que ETA nos da y lo que se nos quita en su nombre, mi dolor crece. No. Cinco muertos no lo valen. […] ni cien, ni mil.» (Gara 6/3/03). En otras palabras, la disyuntiva de ETA debe ser el horizonte de un mal final o uno incluso peor todavía.
Rogelio Alonso, ABC, 22/4/2009