Josu de Miguel / Profesor de la Universidad Autonoma de Barcelona, EL CORREO 06/12/12
El reciente resultado de las elecciones catalanas no solo ha supuesto un fracaso sin paliativos para CiU y Mas, sino que perfila un escenario político a futuro en el que solo cabe recomponer todas las cosas que en Cataluña se han ido rompiendo y deteriorando en los últimos años. La concepción nacionalista de la democracia es por naturaleza antagónica, y cuando se trata de conseguir el objetivo último que persigue, los valores consensuales, el respeto por las minorías y el concepto constitucional de ciudadanía se degradan en beneficio del mesianismo caudillista, la manipulación informativa y la exaltación de la diferencia, tal y como ha ocurrido en Cataluña desde el 11 de septiembre pasado.
La situación es complicada, pero como la política es al fin y al cabo el arte de lo posible y, por lo demás, los límites mostrados por el soberanismo en las recientes elecciones no van a eliminar el malestar catalán con respecto a algunas cuestiones centrales de su autonomía política, los grandes partidos de ámbito estatal y autonómico deberían impulsar una reforma institucional y constitucional para tratar de encauzar algunas de las reivindicaciones que vienen desde Cataluña y próximamente desde el País Vasco. No hay Constitución que pueda resistir mucho tiempo la intensidad de las manifestaciones de nacionalismo que está sufriendo la norma fundamental española en la última década. Su capacidad de integración está llegando al límite. Pero, ¿qué posiciones políticas se atisban en torno a la cuestión de la reforma constitucional tras los comicios catalanes?
Originalismo: en algunos sectores de la derecha española, catalana y vasca, se reivindica la vuelta al significado presuntamente originario de la Constitución con respecto a la descentralización, donde la autonomía política se restringiría a Cataluña, País Vasco y quién sabe si Galicia, mientras que el resto de España se organizaría administrativamente alrededor de un ente aún por definir pero que vendría a ser el Estado central. Los nacionalistas periféricos podrían ver así satisfecha su reivindicación de no verse comparados con regiones que por lo visto solo tienen derecho a vivir subordinadas y los viejos centralistas de perfil conservador podrían liquidar el Estado autonómico para así controlar los procesos socioeconómicos del país de forma elitista. Lo peor de esta propuesta no es ya que no sea capaz de ver la imposibilidad de desmantelar los intereses creados, sino que la Constitución española nunca ha dicho lo que pretenden hacerla decir. Solo basta con leer el Título I y VIII de la misma para darse cuenta de que el originalismo es mitología constitucional con una buena carga de ideología.
Confederalismo: la apuesta confederal anida en las propuestas realizadas por Unió, el PNV y sus ideas sobre el nuevo estatus del País Vasco en España, el federalismo asimétrico de los socialistas catalanes y, a la espera de que el PSOE presente su reforma federal del Estado, las propuestas rocambolescas de las nuevas izquierdas identitarias que con la crisis repueblan nuestro país. Se trataría de abandonar el concepto de Estado constitucional del que ahora disfrutamos, para entrar en el terreno de las brumas intelectuales de políticos poco (o nada) preparados, asesorados por arribistas que están dispuestos a dar forma jurídica a los deseos de los príncipes a los que sirven. En el derecho constitucional contemporáneo es imposible encontrar formas de Estado confederales, pues el dualismo institucional que presupone, donde cada ente va por libre en un contexto organizativo débil, fue superado por la necesidad de realizar tareas comunes en el momento en el que el Estado del bienestar se puso en marcha después de la década de 1950. Sin embargo, el problema de esta propuesta, sobre todo cuando la realiza alguien que se denomina socialista, es explicar bien la razón democrática por la cual los ciudadanos que pertenecen a un territorio de origen parten en un proceso constituyente de unos derechos naturales que les otorgan unos privilegios económicos y políticos que los demás están destinados a no tener.
Federalismo: de momento, hasta que el PSOE no se pronuncie, en España no hay ningún partido que defienda la transformación federal del Estado autonómico, en el sentido marcado por países como Alemania o Estados Unidos. Esta propuesta, la única que se puede incardinar con el constitucionalismo moderno y racional, procuraría un escenario de igualdad previa entre ciudadanos y territorios, que a través del consenso democrático permitiría reconocer la diversidad y el autogobierno a partir del reparto de poder que haga la Constitución, teniendo en cuenta la racionalidad administrativa, la eficacia económica y el peso del proceso de integración europea. El problema de esta perspectiva, como nos enseña Roberto Blanco Valdés en su último libro, es que en España no hay una verdadera cultura política federal, aquella que invita a los distintos actores del sistema a cooperar constantemente desde la perspectiva de la lealtad constitucional. Como ya hemos dicho, predomina un confederalismo de sofá que solo puede ahondar en los viejos y nuevos problemas.
Autonomismo reformado: quién sabe si ante los problemas anteriormente esgrimidos, la salida a la crisis sea una actualización del actual Estado autonómico mediante una reforma constitucional. Al fin y al cabo, los sistemas políticos se hacen en la historia y la intención de importar modelos desde el cielo abstracto de la teoría constitucional suele resultar un fracaso. España es una especie de Estado compuesto que encaja perfectamente en el género federal, pese a que tiene defectos que habría que limar. Sin embargo, ni ésta ni ninguna de estas salidas constitucionales que aquí hemos esbozado puede hacerse efectiva con la amenaza de la secesión, de ahí el vértigo que producen los planes de Mas y ERC.
Josu de Miguel / Profesor de la Universidad Autonoma de Barcelona, EL CORREO 06/12/12