JUAN VAN-HALEN – ABC – 27/05/17
«Ese pesimismo que recogen los medios y a menudo se manifiesta en el debate parlamentario, me recuerda el verso final de un poema de Joaquín María Bartrina, poeta catalán de la mitad del siglo XIX: «… y si habla mal de España es español».
Una encuesta de Pew Research Center entre ciudadanos de Alemania, Inglaterra, Francia, Italia, Grecia y España, desvela que los únicos que no tienen una opinión favorable sobre su país son los españoles»
El poema de Rubén Darío «Salutación del optimista» es una de las más hermosas composiciones de la lengua española. Su primer verso, tan conocido, emerge con una musicalidad subyugante: «Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda». El poema está fechado el 5 de marzo de 1905 en el contexto postraumático de la guerra perdida con Estados Unidos que supuso el despojo de los últimos florones ultramarinos de la Corona española: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam.
En 1902 había accedido al trono de España un Alfonso XIII adolescente que pocos años después se enfrentaría a graves problemas internos y externos en el agotamiento progresivo del sistema canovista. Las crisis de 1909 y 1917; el anarquismo terrorista; el regionalismo-nacionalismo, principalmente catalán, aupado sobre un poder central acomplejado y débil; la fragmentación de los partidos dinásticos que habían sostenido la Restauración mientras crecían las posiciones antisistema; las huelgas continuas cada vez más violentas; la crisis económica tras la Gran Guerra; la sangría de una guerra colonial en Marruecos… La inestabilidad era permanente: entre 1902 y 1923 –golpe militar de Primo de Rivera– se sucedieron 36 presidentes de gobierno. El régimen se tambaleaba anunciando el 14 de abril. Las expectativas de la recién nacida República se frustraron en su deriva radical y excluyente cuya desembocadura fue una guerra civil.
Rubén Darío, en 1905, trata de desperezar en su poema el cuerpo trémulo y doliente de una España sin pulso, que no creía en sí misma, con sus sueños de gloria hundidos junto a la manipulada explosión del Maine, la destrucción de la flota española en Santiago de Cuba y Cavite y el humillante Tratado de París. Aquel desastre del 98 supuso una crisis en la conciencia nacional, un vacío moral, un sentimiento de impotencia y pesimismo.
El tiempo ha corrido –112 años– desde que, en una madrugada entre amigos, el poeta nicaragüense cayó en una especie de trance lúcido, se apartó impenetrable a la mesa en que tenía papel y pluma, y al cabo de dos horas de escritura frenética asombró a los presentes leyéndoles «Salutación del optimista», un grito ilusionado y revitalizador. Parece que para no pocos aquel añejo ambiente osco y oscuro no es menos osco y oscuro en la España de hoy.
Objetivamente no parece lógico encontrar en nuestros días un paralelismo con aquella desastrosa coyuntura. Tras una transición consensuada y modélica forjada por posiciones políticas contrarias pero responsables, España se dotó de una Constitución votada a favor por más del 90% de los españoles, disfruta de una democracia parlamentaria, la descentralización territorial es un hecho, está integrada en una Europa en la que cada vez alcanza mayor relevancia, la economía crece más que la media europea tras una gravísima crisis, la creación de empleo se fortalece, el Estado de Bienestar es una conquista inapelable, nuestros ejércitos participan y a menudo lideran misiones internacionales de defensa… Un panorama que no debería abrir la puerta al desencanto.
Sin embargo, en medios de comunicación, declaraciones de líderes políticos y frecuentemente en debates parlamentarios, nuestra realidad aparece negra como un tizón y los españoles como unos tipos afligidos, descontentos con su suerte, revisionistas respecto a lo que ha hecho posible que España sea como es. Parece que el presente es pésimo. Una salutación del pesimista.
Hoy se condena el ejemplo que supuso la transición, se quiere liquidar la primera Constitución consensuada, se plantea como normal el regreso a una República a imagen y semejanza de aquella malhadada del 14 de abril, se proclama que hay que avanzar hacia una «democracia más democrática», pretensión inexplicable a no ser que sus referencias sean el sanguinario y asfixiante sistema de las «democracias populares» de más allá del ya extinto Telón de Acero o el régimen de Chaves y Maduro, esas caricaturas impresentables de Bolívar. Todo está en revisión para unos muchachos que entraron en política a paso de carga sin mirar por el retrovisor, que no vivieron los años difíciles, que se encontraron todo hecho, gozaron de mayores ventajas que las generaciones precedentes y desprecian la Historia porque, pese a sus ínfulas profesorales, están faltos de lecturas ya que éstas sólo han sido unidireccionales. Cuando uno de estos mediáticos líderes impostados citó en un debate el título de la principal obra de Kant, se equivocó.
En su disfraz más radical la llamada nueva política apuntala su confuso marco ideológico en consignas y reclamos cuando no en fórmulas cuya dañina aplicación en naciones que fueron ricas ha condenado a sus ciudadanos al hambre y a la dictadura. Como la realidad tiene colores, la negra sombra que esgrimen ciertos partidos para encubrir su inanidad no pasa de ser una falacia para convencer a incautos aunque en su mayoría sean incautos bienintencionados.
Otra estrategia osca y oscura que padecemos es la resurrección del guerracivilismo. Los padres lograron ponerse de acuerdo para superar diferencias, para construir una transición ejemplar, para conseguir la difícil pero necesaria reconciliación tras el trauma de la confrontación fraterna y ahora sus hijos, mimados por la vida, desandan el camino y se anclan en la terrible guerra que libraron sus abuelos.
Esta irresponsabilidad del retorno al enfrentamiento y al odio olvida y traiciona valientes iniciativas iniciadas hace más de medio siglo cuando, por ejemplo, Salvador de Madariaga, liberal e intelectual sin tacha, pronunció aquella frase ya histórica: «Hoy ha terminado la guerra civil» en la clausura del Congreso del Movimiento Europeo, Munich 1962, al que asistieron representantes de la oposición interna y externa. Los del interior fueron detenidos y confinados a su regreso a España. Temiendo el recibimiento alguno no volvió, como Dionisio Ridruejo. Íñigo Cavero fue confinado en la isla de El Hierro. Traté mucho a los dos, excelentes personas y políticos pundonorosos. Eran adversarios ideológicos pero no enemigos. Ridruejo socialdemócrata y Cavero demócrata cristiano.
Ese pesimismo que recogen los medios de comunicación y a menudo se manifiesta en el debate parlamentario por meros motivos sectarios de negación de una realidad nacional en marcha, me recuerda el verso final de un célebre poema de Joaquín María Bartrina, poeta catalán de la mitad del siglo XIX: «…y si habla mal de España es español». Una encuesta de Pew Research Center entre ciudadanos de Alemania, Inglaterra, Francia Italia, Grecia y España, desvela que los únicos que no tienen una opinión favorable sobre su propio país son los españoles.
Rubén Darío concluye su poema: «Y así sea esperanza la visión permanente en nosotros». Proclama optimista que hoy se afanan en desterrar ciertos adanes con un mensaje que no es nuevo, ni válido, ni creíble. Como gran logro aspiran a resucitar las vísperas del aciago Frente Popular. Entonces el PSOE fue fagocitado por el PCE. Ahora el radicalismo de izquierda tiene otro rostro pero su estrategia es la misma.
JUAN VAN-HALEN – ABC – 27/05/17