Kepa Aulestia, EL CORREO, 19/5/12
La prolongación artificiosa de la existencia etarra constituye hoy la afrenta más palpable a la memoria de sus víctimas y a la decencia democrática
El debate sobre la memoria y la convivencia está dando lugar a tal multiplicidad de iniciativas, de pronunciamientos que pierden sentido por su reiteración, de divagaciones incomprensibles, de algunos pasos hacia delante y demasiados hacia atrás que se corre el riesgo de perder la perspectiva de lo fundamental, aturdiendo al público y a los propios artistas de un circo al que cada día se le suman más pistas. Lo fundamental es el cese definitivo de la actividad terrorista de ETA; la demostración de que sus activistas han podido dejar de matar «unilateralmente». La razonable convicción de que se trata de un paso irreversible, consecuencia del paulatino debilitamiento de la trama terrorista frente a la ciudadanía y al Estado de Derecho, permite a la sociedad y a las instituciones desatender las llamadas a que dicho cese de actividades sea correspondido con concesiones que, lejos de atajar el camino, podrían introducirnos en un enredo interminable. Los hechos demuestran que el camino más corto es el que obliga a los etarras a asumir su responsabilidad. Ese sería también el final más justo y menos imperfecto.
ETA no está procediendo a poner fin a su existencia de manera ordenada; son otros quienes parecen haberse ofrecido a ordenar su futuro tutelando su existencia ya terminal con actuaciones claramente dirigidas a salvar el alma del desahuciado, distinguiendo motivaciones supuestamente legítimas y métodos solo equivocados con objeto de consagrarle un lugar digno en la memoria colectiva. Es esto último lo que hace del todo censurable la actuación de aquellos que tratan de ofrecer a lo queda de la banda terrorista un ritual honorable que legitime, aunque sea en parte, su existencia pasada. Claro que la celebración de ese ritual depende de que ETA siga existiendo. De modo que la prolongación artificiosa de su vida constituye hoy la afrenta más palpable a la memoria que reivindican sus víctimas y a la decencia democrática.
El catálogo de términos tabú tras el que se parapeta el mundo de la izquierda abertzale cuenta con uno más, la disolución, que se añade a la derrota, a la condena y al perdón. La palabra que ayer entonaron al unísono los ministros español y francés de Interior, Fernández y Valls, como respuesta pública a la «delegación» nombrada por la banda. Esta misma semana el diputado Antigüedad recordaba en el Congreso que el IRA no ha anunciado su disolución después de trece años de los acuerdos de Stormont, y que ello no ha dado pie a desconfianza alguna sobre el carácter irreversible de su inactividad violenta.
No es la única indicación que permite pensar que ETA va a tratar de eludir su desaparición formal. Ahora que tanto se habla de memoria, ETA querría preservar su historia soslayando su disolución. Éste sería su ánimo natural, inercial, en el que parecen acompañarle quienes tratan de ordenar su futuro como un final sin final. Algo más que salvarle la cara a ETA; salvar a ETA como tal.
No es casual que en las últimas semanas se hayan oído voces de la izquierda abertzale y de Lokarri preguntando públicamente qué significa eso de la disolución, indicando que un mero comunicado de desaparición no sería suficiente, ironizando sobre la capacidad del Estado para confirmar tal supuesto, sugiriendo la escenificación de la entrega de las armas y reclamando la participación de unos «verificadores internacionales» que nadie sabe quién ha designado como garantía de su cumplimiento. En otras palabras quienes tan en cuenta tienen la palabra dada por ETA se ven en la necesidad de justificar la ‘ritualización’ de su final para poder justificar, así, su existencia y ennoblecer el desistimiento convirtiéndolo en armisticio pactado. Es un sarcasmo que en una misma entrevista un dirigente de la izquierda abertzale pueda hablar con seguridad sobre las intenciones de ETA y, acto seguido, realzar el papel de la «verificación internacional» entregándole la llave de cierre.
El pasado miércoles en el Congreso el ministro de Interior Fernández Díaz expuso el orden de los factores al que se atiene el gobierno Rajoy: primero la disolución y a partir de ahí lo que venga con los presos. Es el orden inverso al que se aferran ETA, la izquierda abertzale y los apologistas de Aiete, que insisten en mover a los presos para así dar inicio a la finalización del «conflicto armado». La facticidad de la persistencia de ETA frente al principio de realidad de que los presos están en manos del Estado de derecho constituye un pulso cuya desigualdad se resisten a admitir la banda terrorista y la izquierda abertzale porque precisan apostar algo a su favor. A pesar de que nada está más en manos del Estado que los presos, que lo están legal y físicamente, sin posibilidades de una fuga distinta a esa evasión psicológica que supone esperar a la amnistía o a un indulto general.
La izquierda abertzale política necesita aligerar la carga que para ella representa el tema de los presos y poder dedicarse a pilotar el «cambio histórico». Pero los presos forman parte también de la mala conciencia de esa otra izquierda abertzale, la sociológica, para muchos de cuyos integrantes el conflicto no ha significado sacrificio personal alguno. De ahí el último movimiento ‘trilero’ de sus dirigentes: tratar de despolitizar el tema de los presos negando que pueda relacionarse con cualquier demanda política. La cuestión de los presos sería una reclamación de justicia, mientras que la exigencia de disolución pertenecería al ámbito de las pretensiones políticas interesadas del inmovilismo de los estados español y francés. Todo para salvar lo que se pueda de ETA.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 19/5/12