- Un fiscal general en trance de procesamiento, ¿podría disponer de privilegios que lo pusieran al abrigo de las responsabilidades que afronta por los mismos hechos cualquier simple ciudadano? La Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo fue inequívoca en su rechazo del trato privilegiado
«Desde que surge en su mente la idea del delito o por lo menos desde que, pervertida su conciencia, forma el propósito deliberado de cometerlo, estudia cauteloso un conjunto de precauciones para sustraerse a la acción de la justicia y coloca al Poder público en una posición análoga a la de la víctima, la cual sufre el golpe por sorpresa, indefensa y desprevenida. Para restablecer, pues, la igualdad en las condiciones de la lucha…, menester es que el Estado tenga alguna ventaja en los primeros momentos siquiera para recoger los vestigios del crimen y los indicios de la culpabilidad de su autor». Hacer un registro en el despacho del presunto delincuente, por ejemplo.
Al reproducir, en su auto del martes pasado, el contundente pasaje de la «Exposición de motivos de la Ley de enjuiciamiento criminal», clásico absoluto de la juridicidad española, redactado en 1882 por Alonso Martínez, el juez Hurtado hacía resonar la gravedad histórica de lo que se halla en juego: un fiscal general en trance de procesamiento, ¿podría disponer de privilegios que lo pusieran al abrigo de las responsabilidades que afronta por los mismos hechos cualquier simple ciudadano? La Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo fue inequívoca en su rechazo del trato privilegiado, que Álvaro García Ortiz reclamaba: «Ni la Fiscalía General del Estado (FGE) ni ninguna otra institución tienen una garantía de inmunidad». El registro realizado en el despacho de un investigado no puede verse alterado por la calidad ni grandeza del cargo que esté ejerciendo. Y, «en el caso de la presente instrucción», subrayaba el juez instructor del Supremo, «es una evidencia que el investigado ha hecho desaparecer pruebas que podrían encontrarse en sus terminales móviles».
El «investigado» es el vértice de la Fiscalía. Y –consideraciones morales aparte– no puede ignorar que su causa es jurídicamente indefendible. Lo sabe. Desde luego. Un estudiante de primero de Derecho lo sabría. Por eso no fía ya a los tribunales de justicia su salvación. Su próximo envite consiste en arrancar su caso a los legítimos tribunales de justicia. Y ponerlo en manos de una instancia no judicial: el Tribunal Constitucional. Con la esperanza de que, en lo que sería una clara violación de sus funciones, el Constitucional se erija en instancia de recurso contra las decisiones que pudiera tomar la que es la instancia jurisdiccional última en una sociedad garantista: el Tribunal Supremo.
El conflicto de poderes, de prosperar esa estrategia, sería brutal. García Ortiz buscaría que fuera aplicado el artículo 44.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: «Las violaciones de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de un órgano judicial, podrán dar lugar a este recurso siempre que se cumplan los requisitos siguientes: a) Que se hayan agotado todos los medios de impugnación previstos por las normas procesales para el caso concreto dentro de la vía judicial. b) Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional. c) Que se haya denunciado formalmente en el proceso, si hubo oportunidad, la vulneración del derecho constitucional tan pronto como, una vez conocida, hubiera lugar para ello».
De imponerse esa intervención sin precedente sobre las actuaciones del juez instructor que busca García Ortiz, el Constitucional rompería, de modo explícito, la autonomía jurisdiccional del Tribunal Supremo. Y España quedaría bloqueada en la más grave crisis institucional de su historia reciente. De la autonomía del poder judicial no quedaría nada. Y el «fiscal del gobierno», tiernamente reivindicado por Sánchez como «suyo», se sabría blindado frente a cualquier responsabilidad penal.
Tal es el juego que despliega el hombre cuya «misión es promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, así como velar por la independencia de los Tribunales, y procurar ante estos la satisfacción del interés social». Eso dice de sus funciones la «Ley del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal». Palabras.
Palabras: «Desde que surge en su mente la idea del delito o por lo menos desde que, pervertida su conciencia, forma el propósito deliberado de cometerlo, estudia cauteloso un conjunto de precauciones». Pero estas son palabras de Alonso Martínez. Y en tiempos menos abyectos.