- Que el gran argumento de recluta de electores consista en enrolar ciudadanos contrarios a Sánchez por su perfidia contra Castilla y León es táctica e ideológicamente inane
La derecha española, y quizá parte de una izquierda preterida por las actuales políticas del PSOE liderado por Pedro Sánchez, están cometiendo, creo, un error. Di en darle vueltas a esta reflexión por casualidad: por la reciente contemplación del retrato de Antonio Maura en el Ministerio de Política Territorial, con sede en el palacio de Villamejor, que lo fue de la presidencia del Gobierno entre 1914 y 1977, colgado junto al de otros presidentes del Consejo de Ministros del siglo pasado y los de Suárez y Calvo Sotelo; por la lectura del ideario político del líder conservador (Editorial Frontera 2021), y por el recuerdo sobrevenido de los ensayos de Umberto Eco —reunión de ‘textos de ocasión’— titulados ‘ Construir al enemigo ‘ (Editorial Lumen 2012), que es el primero de sus escritos sobre varios temas y que da nombre a la recopilación.
Antonio Maura fue hasta cinco veces presidente del Consejo de Ministros con Alfonso XIII y, como escribe en el prólogo del libro sobre su ideario Federico Martínez Roda, “las filias y las fobias contribuyeron a que se convirtiera en un mito”. Fue aquel grito generalizado de “Maura no”, en 1909, el que ha llevado a este líder conservador del siglo pasado (1853-1925) a ser un referente de cómo la personalización en un dirigente puede tanto hundirle como encumbrarle, agigantando su figura, pese a recibir de sus adversarios los más hirientes insultos y descalificaciones.
Umberto Eco, en el ensayo citado, escribe que “tener un enemigo es importante no solo para definir nuestra identidad, sino también para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por lo tanto, cuando el enemigo no existe, es preciso construirlo”. Algo que sucede en la política y, particularmente, en la dialéctica tan contemporánea del amigo/enemigo, tiempo de polarización, de colisión de bloques y de propósitos destructores del adversario. Se trata de lograr una definición en negativo o una identidad en función del oponente. Algo perverso porque, como escribió también el estoico Marco Aurelio, “el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele” (‘Meditaciones’).
Un amplio sector de la política española ha incurrido en la obsesión del llamado sanchismo. Digo obsesión porque se trata de una “idea fija o recurrente que condiciona una determinada actitud”. Es, en cierto modo, una expresión típicamente nacional del ‘fulanismo’, aunque no por su rancia tradición sea menos funesto. Pedro Sánchez ha de estar feliz y satisfecho de que su figura se transforme en una referencia capaz de explicar todo lo (malo) que ocurre, sin elaborar proposiciones sino reacciones y convertir al enemigo en una construcción bélica que hay que derrotar sin ideaciones alternativas.
A veces este antisanchismo funciona electoralmente, como sugería el domingo el profesor Juan Rodríguez Teruel al sostener que el talón de Aquiles del presidente hoy por hoy consiste en “una aversión creciente entre quienes no le votan, que se reafirma con cada una de sus victorias, a las que suele llegar más por fatalidad que por autoridad. El reverso de su afortunada capacidad de resistencia es un antisanchismo difuso, precipitado desde columnas y redes sociales a buena parte del espectro electoral” (‘El País’ de 6 de febrero).
El voto de los ciudadanos es en muchas ocasiones reactivo, emitido no a favor de un proyecto o de un Gobierno, sino en contra de lo establecido por mandato democrático anterior. Pero tomar a Sánchez como guion de todo el discurso de la oposición es una táctica —no llega a estrategia— que incurre en graves riesgos y tiene el efecto llamada de que los partidarios del presidente se aúnen todavía más en su torno y lo sostengan ante la hipérbole opositora que lo convierte en el epítome de todos los males.
Sánchez es hijo de sus circunstancias, pero no podría sobrevivir —“más por fatalidad que por autoridad”— si no hubiese personas que lo secundan y complicidades que lo sostienen y errores ajenos que le benefician. Hacer de él un Napoleón con baraka; un resistente con una ‘flor en el culo’ (la tiene quien gana más por el azar que por sus virtudes), o en una suerte de intérprete del más depurado maquiavelismo, constituye, creo, una seria equivocación. Entre otras razones porque la obsesión desertiza las ideas propias creando un discurso circular que comienza y acaba con lo que hace, dice y dispone el presidente del Gobierno.
La quintaesencia de esa sísmica replicante se está perpetrando en la campaña electoral de Castilla y León. Que el gran argumento de recluta de electores consista en enrolar ciudadanos contrarios a Sánchez por su perfidia contra la región de mayor superficie de España, es inane táctica e ideológicamente. A fin de cuentas, excitar la emotividad —un mecanismo político-electoral tan en boga— crea visceralidad y cuando señorean los sentimientos vencen aquellos que mejor los explotan. Y den por seguro en el PP que no son ellos los beneficiarios de ese planteamiento tan escaso, sino sus vecinos de la derecha que obtendrán un resultado exitoso. Valladolid no es Madrid, ni Mañueco, Ayuso.
Al enemigo político se le destruye, pero al adversario se le sustituye. Esa es la gran diferencia que en nuestro país no acaba de entenderse. Incluso cuando la pieza a batir sea tan feble como la de Pedro Sánchez, cuyos merecimientos están muy por debajo de la hipérbole opositora que le atribuye los mefistofélicos males de la nación. Desde luego, los padece, pero el diagnóstico obsesivo los agudiza. Porque los problemas responden a autorías mancomunadas o solidarias, pero ni la culpa ni la inocencia están solo de uno de los lados de este belicismo seudodemocrático.