IGNACIO CAMACHO-ABC
- El presidente vive impugnado por su propia palabra. La de ayer refuta la de hoy y la de hoy desmentirá la de mañana
Todo lo que Sánchez propone, afirma o niega tiene siempre el mismo problema: que ya ha sostenido lo contrario en alguna declaración previa –a menudo con recurrente insistencia– o que incluso ha tomado antes una decisión inversa. Su peor enemigo es la hemeroteca. Da igual de qué se trate. Del Gobierno de coalición, de los pactos con Bildu, de la independencia de los órganos judiciales, de la reforma de la sedición y la malversación, de las devoluciones en caliente de inmigrantes irregulares, de las mascarillas, de las subidas de la luz, del indulto a los separatistas catalanes. Sánchez contra Sánchez. Su palabra de ayer contra la de hoy, o al revés, en un proceso de autorrefutación constante cuyo penúltimo capítulo –por ahora, a ver qué pasa esta tarde– es la reclamación de una secuencia de debates entre los dos aspirantes principales. En la última ocasión, en 2019, no quería excluir a nadie. Hasta se empeñó en incorporar a Vox, que no tenía representación parlamentaria, porque cuatro candidatos no le parecían bastante.
La cuestión clave no es la anécdota, una contradicción más en una serie interminable, sino la categoría. La idea de que la ciudadanía carece de memoria para penalizar a un dirigente que cada día sostiene una opinión distinta. Ya decía Zapatero, con su descoco sonriente, aquello de que las palabras están al servicio de la política. De una política líquida, se entiende, reducida a la insustancialidad, a la cháchara vacía, a la conveniencia efímera, al vaivén de las tácticas oportunistas y a una especie de ámbito moral laxo, de relativismo pragmático, donde no existen diferencias entre la verdad y la mentira porque sólo importa la coyuntura, la circunstancia, la perspectiva. Una política inconsistente, quebradiza, maleable, frívola, inmune al principio de contradicción, como ha dicho alguna vez Eduardo Madina. Una política sin vínculos epistémicos, desanclada de la coherencia y de la realidad misma.
Al presidente le irrita que la gente no se fíe de él, que le haya perdido la confianza, que lo considere un tarambana sin criterio. Parece sentirse tan satisfecho de sí mismo que no comprende el motivo de su falta de crédito. Quizá perciba a los españoles presos de esa maldita manía conservadora, facha, del apego a los conceptos; qué más dará que cambie de parecer a cada momento si es él quien tiene la facultad suprema de manejar los tiempos y descifrar el sentido de los hechos. A qué viene tanto reproche por saber adaptarse a los acontecimientos, quién y con qué autoridad ha decidido que eso constituya un defecto. Claro que rectifica a menudo, y lo seguirá haciendo convencido de seguir el rumbo correcto, que es el de mantenerse en el poder a cualquier precio. Algún día los españoles, tan ingratos con su esfuerzo, apreciaremos su mérito. Será cuando alcancemos a comprender que sólo cuando nos quiere engañar es sincero.