El acto de inauguración del año de Franco permite vislumbrar el cariz propagandístico y partidista que tendrán las actividades programadas para conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte del dictador.
El primero de los más de 100 eventos del calendario «España en libertad-50 años», celebrado este miércoles en el Museo Reina Sofía, ha dejado una pobre dramaturgia que ha incluido una entrevista a una exdirectora de El País por otra periodista del diario gubernamental.
Al espíritu parcial que anima estos actos se le añade su carácter ocioso, evidenciado en algunos de los que ha adelantado su comisaria: juegos, aplicaciones móviles y hasta un estrambótico «escape room itinerante».
La razón de ser de este programa de festejos es nula desde el principio, porque en casi ningún aspecto se puede considerar que en España hubiese libertad hace cincuenta años. Y por eso Sánchez se ha visto obligado en su discurso de apertura a justificar la pertinencia de celebrar el hecho biológico del fallecimiento de Franco, pretextando que en 1975 tuvo lugar el «inicio del impulso democratizador».
Para demostrar la palmaria falsedad de esta afirmación basta con recordar que el primer atisbo de aperturismo no acaeció, como pronto, hasta finales de 1976 con la Ley para la Reforma Política. Aunque la llegada de las libertades políticas a España no puede datarse antes de 1977, con las primeras elecciones libres, y en puridad de 1978, con la aprobación de la Constitución.
Pero es el que el propio Sánchez ha incurrido en una contradicción cuando, a propósito de la devolución del Guernica de Picasso a España, ha reconocido que hasta el 77 nuestro país no apareció a ojos del mundo como un Estado de derecho dotado de libertad.
Ha habido que esperar a la segunda parte de su discurso para que se manifestase abiertamente la realidad subyacente a esta conmemoración de los «50 años en libertad»: servir de prolongación a la narrativa sanchista de la «internacional ultraderechista».
El presidente ha vuelto a agitar el espantajo de la amenaza reaccionaria, dirigiéndose esta vez a unos jóvenes supuestamente desmemoriados para alertarles de que el fascismo y el franquismo «pueden volver a ocurrir». Una labor pedagógica innecesaria y grandilocuente para transmitir la idea de que la caída de la mayoría progresista supondría una regresión social. Como si la cultura democrática de España no estuviera plenamente asentada sin necesidad de fastos adicionales para afianzarla.
El sesgado relato histórico trazado por Sánchez, además, soslaya que muchos de los mentados derechos inexistentes antes de 1975 tampoco estaban vigentes en otros países que no eran regímenes dictatoriales.
Lo que late a esta conmemoración selectiva es la acostumbrada megalomanía del presidente. Al erigirse en guardián de la Democracia se presenta como la plenitud de los avances sociales, arrogándose méritos que, en muchos casos, corresponden al propio desarrollo histórico de las sociedades occidentales en las últimas décadas.