- El polvorín afgano a punto estuvo de sepultarle en zapatillas. Ahora, hasta el áspero Biden colabora en su resurrección
De la arrogancia a la cordialidad. De la distancia a la cercanía. Del vitriolo al merengue. Pedro Sánchez se hace ahora el empático. Tan encantador que se diría de algodón. Un toque a lo leididí, apunta la ingeniosa María López-Brea en las redes, donde se ha reaccionado con clamoroso escepticismo ante el súbito cambio en los modos del presidente del Gobierno tras su regreso estival.
De pronto, abandona raudo el Palacio y acude presuroso a recibir a un envío de refugiados. Choca la palma, al estilo del basket, con un pequeño afgano que, confuso y desnortado, correteaba casualmente por allí. Le firma la escayola a una anciana, a la que casualmente encontró pierniquebrada y sonriente en una sillita de enea durante su paseo por los pueblos incendiados de Ávila. ¡Un sábado de agosto! ¡Sánchez recorriendo matojos calcinados en un ‘finde’ estival!. Solo le falta ya marcarse un pasodoble en una residencia y concursar jovialmente en Masterchef.
La defenestración de Iván Redondo, el efímero gurú de la Moncloa, un Rasputín visto y no visto, un Godoy fantasmagórico y fugaz, pareció abrir una etapa de desastres en el entorno presidencial. El rosario de torpezas arrancó con el plasma delirante de la recién estrenada ministra de Justicia, Pilar Llop, que se tragó sin masticar, entre angustias y temblores, la bofetada del Supremo al decreto de alarma de la pandemia. Se sucedieron luego los patinazos inevitables de los nuevos ministros, en especial de las reclutadas por alcaldías diversas de la España dispersa. Parecían obedecer la consigna kafkiana: «Hay una meta pero desconocemos el camino». Sonreíd, nenas.
Un rosario de patinazos, una sucesión ininterrumpida de chapuzas, una colección casi irremediable de estropicios. ¡Queríamos tanto a Iván! , se clamaba en algunos despachos del poder
Luego, la torpeza de la altiva Teresa Ribera con el recibo de la luz; la chapuza de la ministra Arancha González Laya con la visita oculta del líder del Polisario y el posterior choque con Marruecos; la devolución ilegal de los menores de Ceuta por parte del presuntuoso e irascible Fernando Grande-Marlaska y, finalmente, la tumbona de la Mareta, la comparecencia en alpargatas y el silencio obtuso del presidente durante los primeros días del estallido de Afganistán. Un rosario de patinazos, una sucesión ininterrumpida de chapuzas, una colección casi irremediable de estropicios. ¡Queríamos tanto a Iván! , se clamaba en algunos despachos del poder.
En la crisis de Gobierno, cesóse a Redondo en forma imprevista e intempestiva, luego de un misterioso y discreto encuentro entre Sánchez y los visitadores de la Moncloa, segunda edición de la serie escrita y producida por el intuitivo Barroso que bien conocen Felipe González y Rodríguez Zapatero. Los primeros días tras la remodelación ministerial pareció hundirse el cielo sobre el war-room del Ejecutivo. Nada funcionaba sin Iván, el coloco que podía con todo. Imponía sus ideas diabólicas, concebía planes impensables, soñaba con sicalípticas victorias. El bien, aducía, está sobrevalorado. Le funcionaba esa estrategia de relativismo aldeano, de ética de boudoir. Era un ajedrecista con navaja, un maniobrero sin principios. Cuando las cosas salen bien, siempre cree uno tener más talento del que tiene, escribió Joubert. Hasta que llegó su hora. La patada. Y, entonces, todo empezó a ir mal.
Un vuelco absoluto en el esquema del personaje en cinco días, ayudado, claro está, por ese frondoso jardín que adorna el subsótano de la espalda presidencial
La sombra del ridículo se extendía por todos los rincones del Gobierno sin dejar al aire más resquicio que el que enfila al abismo. Tan desesperada era la situación, a la que Sánchez asistía desde el distanciamiento insolente de su elefantiásico cesarismo, que Óscar López, su flamante jefe de Gabinete, destacado miembro del club de los pepiños, puso en marcha el ‘plan B’, tal y como aquí ha contado Jorge Sáinz con pelos y señales. Aceleradamente, a empujones, sin precalentar. López ha desplegado una ficción, ha perfilado un guion en las antípodas del universo Redondo. Menos marketing, menos eslóganes, menos palabrería absurda y más gestitos, humildad, detalles. «Sánchez también es persona, lo crean o no», viene a ser el eje de la campaña. De ahí las palmaditas a los niños refugiados, de ahí la dedicatoria adolescente a la escayola de la postrada anciana, de ahí los fraternales paseos con los alcaldes en llamas… Del hieratismo intratable a las caricias amigables. Un vuelco en el esquema del personaje en tan sólo cinco días. Un cambiazo por dentro y por fuera. Ayudado, claro está, por esa flor indeleble que adorna el subsótano de la espalda presidencial.
Foto con los capitostes de la UE
La crisis de Afganistán, que amenazaba con sepultarle en zapatillas, se ha convertido en su salvación. Los ministros Albares y Robles han logrado consumar la proeza. Desde hace una semana, todo son aciertos en el Gobierno. Eficaz operativo de rescate en Kabul a españoles y cooperantes, con portada incluida en The Washington Post. Conversación telefónica con Biden -el mismo ante quien hizo el ridículo en antológica persecución de pasillo- para el uso de las bases americanas. Foto en Torrejón con los capitostes de la UE. «Parecía un terremoto y se convirtió en catedral», diría el poeta para describir la evolución de los acontecimientos. Y Pablo Casado, en Jumilla, qué maravilla.
Bajo las consignas de Iván, Sánchez huyó de la prensa, de las entrevistas, del Congreso, de la gente, de la calle, de los saludos, los abrazos, la vida. Tan sólo consignas y plasma. Su agenda era una sucesión de desprecios, un desplante interminable, el desdén por el desdén. Ha llegado el momento de la metamorfosis. De Nerón a Lady Di. La mitad de sí mismo se burla de la otra media.