FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
En noviembre de 1980, el entonces jefe de la oposición y promotor de la primera moción de censura en democracia, Felipe González, exigió la dimisión del presidente Suárez, en estos taxativos términos: «El país es como un helicóptero en el que se están encendiendo todas las luces rojas a la vez». Pese a la natural tendencia andaluza a hablar con hipérboles, pronto se vería que no era tal. González empleaba una metáfora ajustada a la gravedad de aquel turbulento momento. Tras asistir este jueves a La rendición de Pedralbes, como tituló EL MUNDO, aquella imagen resulta cabal para describir los derroteros de España tras la deserción de Pedro Sánchez de su primer deber como presidente.
Su falta de decoro le hace merecedor de una tentativa como la que promovía González en aquellos días de vértigo. En esta hora crítica, el presidente del PP, Pablo Casado, tiene la oportunidad, al disponer de los escaños precisos, a diferencia de Albert Rivera, de presentar una moción de censura contra Sánchez, aunque no prospere. Pero su testimonio puede suponer un aldabonazo contra la deriva suicida de un presidente que, en menos tiempo que Zapatero, puede producir mayores desastres en el terreno político y económico.
Desgraciadamente, como España no es Gran Bretaña, donde la negociación del Brexit ha levantado a los tories contra May, el clamor de protestas dentro del PSOE quedará en nada. Si acaso luego, para salir mejor librados del juicio de la Historia, habrá discrepantes que contarán, como Bono en sus memorias, que presentaron su dimisión o disintieron en diferido, como arguye que hizo el ministro de Defensa de Zapatero a raíz del Estatuto catalán.
No es para menos al ver como el doctor Sánchez, ¿supongo?, tras negarlo más veces que el santo de su nombre negó a Jesús, le ha entregado al independentismo la oprobiosa foto que ambicionaba: una aparente cumbre entre dos Gobiernos, sin prelación y al mismo ras. En definitiva, aparentan ser dos Estados que negocian a la par metiendo incluso en agenda el derecho de autodeterminación y la situación de los presos golpistas. Sin pararse en barras, el jefe del Gobierno suscribió una carta de capitulación escrita en el lenguaje del secesionismo que formula un «conflicto» entre Cataluña y España, y borra de un plumazo cualquier referencia a la Constitución. Como si quedara derogada de facto allende de Aragón. De hecho, en las vísperas del trashumante Consejo de Ministros, el Parlament declaró por su cuenta y riesgo «antidemocrática» una Carta Magna votada en referéndum con un nivel de participación y asentimiento que jamás alcanzó ningún Estatuto catalán.
Pero la felonía de Sánchez ha ido más allá al abonar implícitamente el fraudulento relato que ha amasado el soberanismo de un «conflicto» entre un Estado represor, de pulsiones retrofranquistas, y una unívoca comunidad pacífica que aspira al derecho a decidir, por lo que únicamente cabe en lógica una salida política. Al haberse dejado dominar por el independentismo, como se advierte en el conocido el pasaje de A través del espejo, de Lewis Carroll, éste puede hacer que las palabras signifiquen lo que ellos quieren en cada momento. No en vano, en un mundo en el que la representación de la realidad acostumbra a suplantar a la realidad misma, el control de los significados de las palabras revierte más importante, si cabe, que disponer de hegemonía parlamentaria.
Desde esa rampa de lanzamiento, Sánchez ha propulsado un obús contra la línea de flotación del juicio del 1-O y agrieta la acusación de la Fiscalía en provecho de las defensas de los incriminados. Después de sugerir un indulto por anticipado y de descabalgar al abogado del Estado, que no se dejó enmendar la plana por las conveniencias y apaños del Gobierno, no se había visto un gesto tan ostensiblemente impúdico de Sánchez. Primero legitima el golpe con su moción de la mano de quienes lo ejecutaron o favorecieron, y ahora lo legaliza de hecho con su sumisión. Es como si los nacionalistas no sólo dispusieran de la suerte de España, precipitando su agonía, sino de impunidad sobre sus delitos y crímenes. Tanto si roban, como Pujol hizo a manos llenas, como si protagonizan golpes de Estado.
El soberanismo, tras el fiasco de la declaración unilateral de independencia, es rescatado estúpidamente para que reincida en la rebelión tan pronto se presente la oportunidad. Sólo engañan a quienes quieran engañarse o engañar a los españoles.
Por eso, Sánchez sólo allana el camino a quienes debiera poner freno. Éstos obran seguros de que, en caso de revés, se le pondrán paños calientes. Entre tanto, el Gobierno abandona a su suerte a esa Cataluña silenciada que se movilizó audazmente siguiendo la estela del brillante discurso del Rey en el que apeló a que los poderes del Estado mantuvieran el orden constitucional, al igual que su padre hizo aquel histórico 23-F de 1981 frente a la asonada militar del teniente coronel Tejero.
Retomando la querencia de Zapatero a firmar acuerdos «¡como sea!» –revelada por un indiscreto micrófono mal apagado en la Cumbre Euromediterránea de Barcelona de 2005–, quien parece un aventajado alumno suyo confunde valentía con temeridad. Como evidenció el president Torra en el fervorín que se largó en la cena empresarial que prolongó la cita del Palacio de Pedralbes, su insensatez sólo le traerá deshonor y envalentonará a un separatismo que le ha tomado la medida a quien hace rehén de sus votos.
El PSOE, arrastrado por el PSC, reanuda la senda emprendida hace 15 años por Maragall y su tripartito. Al reemplazar a Pujol, el otrora alcalde cosmopolita de la Barcelona del 92 trocó en más nacionalista que los nacionalistas. Promovió una reforma estatutaria que ni los pujolistas reclamaban y excitó una despendolada carrera de las tribus nacionalistas. Ello desenfrenó a una CiU que se despojó del moderantismo del peix al cove (pez en la cesta) para tirarse de cabeza a la secesión.
Hasta ese instante el negocio no era la independencia, sino el independentismo. No es que no quisieran ser españoles, aunque hicieran mohines de desprecio y blasonaran de lo contrario, sino serlo de privilegio. Como esos patriotas gibraltareños que parasitan España y viven a costa de Gran Bretaña, al tiempo que encuentran reconocimiento internacional, aunque sea de la UEFA. De siempre, todo el afán nacionalista se consumió en fingir peligros y crear conflictos imaginarios.
Tras la humillación del Gobierno bajo las horcas caudinas de un independentismo, Sánchez evoca a aquel párroco que derramaba lágrimas de emoción con el supuesto quijotismo e hidalguía de un pícaro del calibre de Guzmán de Alfarache. Logró engatusarlo con tal fingida santidad que incluso gratificó al rufián por sus hurtos. A este respecto, el doctor Sánchez, ¿supongo? ha sido alondra hacedera de atrapar en la red de artimañas de Quim Torra, como el eclesiástico cayó en las del personaje de Mateo Alemán.
Así, aquel malandrín sevillano cogió una talega y metió en ella parte de sus raterías, aleccionando a su madre para que memorizara cada una de las pertenencias. Dispuesto lo cual, marchó en pos del beatífico predicador. Tras presentarse como un pobre forastero sin nada que llevarse a la boca y presto a trabajar en cualquier cosa, le contó que había encontrado un fardo en la calle. «Quise ver –le explicó– qué tenía dentro y, cuando sentí ser dineros, la volví a cerrar con temor de mi flaqueza, no me obligase a hacer cosa ilícita». Rogó a su paternidad que la custodiara y que, en el sermón del domingo, diera publicidad al extravío por si apareciera su dueño. No fuera cosa de que lo precisara más que él. Al fraile sólo le faltó besarle.
Dando gracias a Dios por haber criado ese bienaventurado, le emplazó una semana en «que yo confío en el Señor que os ha de hacer mucho bien y merced». La homilía se le fue en encomiar la nobleza de aquel altruista, sujeto a tanta necesidad. Ello movió la compasión y los bolsillos de la feligresía. Al día siguiente, la madre de Guzmán acudió al templo e imploró al fraile que le devolviese la bolsa por ser suya.
Una vez le detalló lo que envolvía, el clérigo se la dio y ésta dejó una gratificación al anónimo bienhechor. Culminada la farsa, el pillastre visitó al siervo de Dios que, tras darle la novedad, le tenía listo un baúl con ropa para años y dinero, así como un jornal en casa de la mujer de un indiano. Guzmán concluyó campante: «No hay cosa tan fácil para engañar a un justo como santidad fingida en un malo».
Claro que, como admite el barón socialista García-Page, difícilmente se está en condiciones de combatir el independentismo cuanto tu Gobierno depende de sus votos. ¡Qué se lo pregunten al primer ministro belga Charles Michel! Hubo de presentar este martes su dimisión, tras retirarle el apoyo los soberanistas flamencos por respaldar el pacto migratorio de la ONU. Como consecuencia, Sánchez ha hecho todo lo que negó que haría, tras fabular con que su moción de censura contra Rajoy estaba libre de hipotecas.
Si a Guzmán de Alfarache su posterior sablazo a la mujer que lo contrató a instancias del burlado cura le costó su sentencia a galeras, conviniendo que ninguna fortuna es firme, no parece que Sánchez pueda poner en ese brete a Torra, a quien ya no dispensa el trato de «Le Pen catalán». Con tal de perdurar en el poder, está dispuesto a tributar vasallaje a quien dicta su suerte y lo tima.
La voluntad de Sánchez de perdurar a cualquier precio ha podido rebasar una línea de imposible retorno al afrentar a la milenaria nación cuya Presidencia ostenta. Carece de otro horizonte que no sea atrincherarse en La Moncloa. Ni siquiera la Constitución entraña un dique de contención. Tal descomedimiento actualiza aquel categórico artículo de Silvela de 1898, a los cuatro días de protocolizarse la pérdida de Cuba y Puerto Rico, donde censuraba acremente a quienes estaban dispuestos «a sacrificar la última peseta y derramar la postrer gota de sangre… de los demás». Antes como ahora son esos «varones ilustres» que aman la vanidad y van tras la mentira.