José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

La reunión de este miércoles fue un fracaso tuneado. Patada a seguir. La manija la tiene ERC en la votación del techo de gasto, obligado para elaborar los Presupuestos estatales

La mesa de diálogo no puede pretender tal propósito cuando su diseño en el pacto PSOE-ERC acumula todas las contraindicaciones para no alcanzar acuerdo alguno. Intentar reconducir la crisis catalana por vías políticas exigiría de un rigor que no recaba en absoluto el texto del acuerdo entre republicanos y socialistas. Su objetivo —en atención a la correlación de fuerzas parlamentarias en el Congreso— consiste en que ambas partes obtengan réditos inmediatos: Sánchez necesitaba la investidura (y la logró accediendo a la interlocución) y ahora precisa la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Cuando los tenga, se abre un horizonte de estabilidad para su Ejecutivo de coalición de al menos dos años.

ERC prestaba sus votos a Sánchez si el secretario general del PSOE, como presidente del Gobierno, tomaba una decisión que rebasaba el marco autonómico: sentar al Ejecutivo central con el de la Generalitat, de igual a igual, sin restricción de temas a tratar y en un plazo perentorio. En la estrategia de los republicanos, esta operación estaba orientada —y sigue estándolo— a ganar las próximas elecciones en Cataluña y hegemonizar el independentismo. O en otras palabras: que se imponga en las urnas la épica secesionista de la cárcel sobre la del denominado ‘exilio’.

Este ‘win-win’ entre el PSOE y ERC explica que Gabriel Rufián, una vez Quim Torra anunció su propósito de convocar elecciones tras la aprobación de los Presupuestos catalanes, obligase a Sánchez a que arrancase la mesa de negociación en todo caso, a cualquier precio y de la manera que fuese. A pesar de Torra. Y así ha sido: este miércoles se produjo la primera reunión, en la fecha que impuso el presidente inhabilitado del Gobierno catalán, con la composición de la delegación catalana no pactada en absoluto que él creyó conveniente (por cierto, disparatada) y con un orden del día impuesto igualmente por el Palacio de San Jaime. Nadie sensato podría dar credibilidad a una mesa de diálogo que pierde a las primeras de cambio su carácter intergubernamental, integrada por 15 miembros y una de cuyas parte pretende abordar temas indisponibles constitucionalmente para su interlocutor.

Pedro Sánchez es consciente del desgaste que conllevan todas estas cesiones y del excéntrico y obsequioso ceremonial con el que se recibió en Moncloa a la delegación catalana. La erosión que todas estas complacencias comportan compensa a la coalición gobernante en la medida en que los votos de ERC (y del PNV y de EH Bildu) en el Congreso le garantizan una esencial aprobación de las cuentas públicas para este año, y satisfacen a los republicanos en la medida en que el electorado independentista valore como positiva la fuerza política de ERC que ha logrado el ‘Spain sit and talk’ que se reclamaba en las manifestaciones separatistas.

El problema para los socios socialistas y republicanos es que el interés de Torra —que es la larga mano de Puigdemont, del Consejo de la República y del independentismo hiperventilado— es que la crisis de Cataluña bloquee la política española, consumando así su indisimulable apuesta por el ‘cuanto peor, mejor’. El presidente de la Generalitat no puede permitirse dinamitar la mesa pero sí —y lo hace— obstaculizarla tanto como le es posible y, en último término, la abortará convocando elecciones en el momento más favorable a los intereses de la opción que apadrina Puigdemont.

No estamos ante una operación estadista, no estamos ante un proceso de diálogo productivo, no se trata de una iniciativa política inspirada por el realismo. Por el contrario, y aunque se logre una cierta distensión ambiental en Cataluña, la mesa de diálogo es un instrumento de intereses partidistas (del PSOE, UP y ERC) que terminará de la peor manera, porque no se ha diseñado para que puedan prosperar acuerdos viables. Si Sánchez quiere discutir la llamada ‘agenda del reencuentro’ y Torra, la autodeterminación y la amnistía, es muy probable que el presidente de la Generalitat acepte los aspectos ventajosos que contiene el listado de ofertas de Sánchez y no desista de ninguna de sus exigencias maximalistas. No hará ni una concesión.

La única oportunidad que tiene la mesa de diálogo, sin que rebase los límites constitucionales y estatutarios, sería que ERC ganase las elecciones catalanas con holgura respecto de la opción de Puigdemont. No porque los republicanos desistiesen ni de la petición de excarcelación de los presos ni del referéndum de autodeterminación, sino porque aceptarían una gradualidad en sus objetivos de la que descree por completo el hombre de Waterloo. El partido de Junqueras está dispuesto a esperar un tiempo hasta que el voto popular independentista en Cataluña supere el 50%; el de Puigdemont, intenta reventar la situación de manera inmediata. Sánchez y Junqueras —durar y ganar, objetivos del uno y del otro— están en el alero en un juego de mesa que responde a criterios de coyuntura y no de Estado.

La reunión de ayer fue un fracaso tuneado y previsible. Patada a seguir. Nuevas reuniones mensuales. Desacuerdo y mantener la ficción. La nota conjunta no pudo ser más inane; la intervención de Torra, más expresiva de la irreductibilidad secesionista, y la de Maria Jesús Montero, más efectista y pirotécnica. Más allá de las palabras, ERC tiene la manija: hoy se vota el techo de gasto, paso previo y necesario para elaborar y aprobar los Presupuestos del Estado.