En esta semana horribilis de Pedro Sánchez –aunque aún sea pronto para que suponga un antes y un después, como le sucedió a Her Majesty– la consistencia del presidente sale malparada. Y no se debe tanto a los 84 escaños, algo previsible e incluso lógico, como a sus propios errores. Las rectificaciones y bandazos siguen erosionando su imagen. Y a esas autoenmiendas constantes se suma un Gobierno decididamente descoordinado. El presidente escogió un gabinete largo de diecisiete carteras, y eso requiere un liderazgo de coordinación con mano de hierro estilo Richelieu. Poner ahí a Carmen Calvo era una apuesta temeraria. Esa es ya, inevitablemente, una de sus próximas rectificaciones pendientes.
Si Rajoy se desacreditó por desdecirse de casi todo lo dicho para llegar a la Moncloa, Sánchez da media vuelta de tuerca desdiciéndose incluso de lo dicho ya en la Moncloa. Del concurso de RTVE a la defensa de Llarena, del impuesto de la banca a la financiación autonómica, hay materia para un máster presencial de gestión deficiente. Le sucedió con la política migratoria, inaugurada recibiendo al Aquarius como las novias de los guardamarinas al Juan Sebastián Elcano, para acabar tirando de expulsiones en caliente a los calabozos alauitas; y esta semana se ha repetido con el gesto de vetar la venta de bombas a los saudíes, con mucho tachintachán, para acabar bajando al barro a golpe de realpolitik para asegurarse una venta de corbetas. Y todo eso con el sapo atragantado de su apoyo entusiasta a la ministra de Sanidad poco antes de su dimisión. Sí, dimitir en España es un progreso, pero dos ministros en cien días, más la directora general del gol, no es precisamente un hito honorable.
El crédito de Sánchez está sometido a un pulso estresante desde la moción: su equipo pelea por mantener el subidón en las encuestas; y sus rivales por desgastarlo antes de ir a las urnas. No es una carrera contrarreloj pero sí contra el calendario para exprimir sus fortalezas y debilidades. Por eso le han exhumado la tesis mientras él abanderaba la exhumación de Franco. Y la clave no era la tesis –ya bastante escrutada– sino debilitar su autoridad moral. Rivera, con olfato y sin escrúpulos, se ha cobrado doble pieza: desgaste de Sánchez, al que deja bajo sospecha por su cum laude poco meritorio, y de rebote desgaste de Casado, cuyo curriculum apesta. Aunque el presidente resista al Turnitin, no al ruido de la picadora mediática.
Sánchez arrastra un viejo sambenito de veleta. Pasó de presumir del pacto con Ciudadanos a confesar que lo suyo era Podemos; de vender las mieles de la socialdemocracia liberal a sacar la bandera roja; de ejercer de Mr. Noesno a ser el Sr. Síessí con el 155… Esa imagen se ha acentuado en el poder, donde se ha mostrado voluble como la donna mobile de Rigoletto, mudable como pluma al viento cambiando de discurso y de pensamiento… Y los rivales naturalmente se aferran a esa debilidad. La consistencia del presidente, más allá de la caricatura irónica del doctor Sánchez, ha sufrido esta semana otro revés en la carrera corta contra el calendario electoral.