José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Sánchez ya sabe que su Gobierno y sus alianzas son una rareza en Europa, que no podrá hacer políticas a contrapelo y que sus últimos PGE abren un tiempo político imprevisible

En enero de 2016, Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, viajó a Lisboa para verse con António Costa, líder de los socialistas portugueses que desde noviembre del año anterior gobernaba el país vecino con una agrupación de toda la izquierda: el PS portugués (86 escaños), el Bloquo de Esquerda (19 escaños) y el Partido Comunista-Verdes (17 escaños), aunque las elecciones las había ganado la derecha de Passos Coelho (102 escaños). En el mes de diciembre anterior, el líder socialista español había llevado al PSOE a su peor registro histórico: 90 diputados, que, en junio de 2016, empeoró, retrocediendo hasta los 85, mientras que Podemos, sus mareas y asociados le pisaban los talones con 71 escaños. 

Sánchez se vio reflejado en la «geringonça» (artilugio), tal y como nuestros vecinos denominaron el entendimiento de la izquierda liderada por Costa. El español tenía el mismo proyecto que su homólogo portugués, aunque el Comité Federal de su partido no estaba por la labor. No obstante, se mantuvo al frente de la organización, se repitieron las elecciones el 26 de junio de ese año y el remedio fue peor que la enfermedad. No solo retrocedió (5 actas menos en el Congreso), sino que Podemos y sus asociados aumentaron sus efectivos parlamentarios. Pese a todo, estaba dispuesto a unas terceras elecciones, aunque el PP de Rajoy sumaba 137 escaños y la alternativa que proponía era un «artilugio» con 156 diputados que requerían el añadido de los independentistas catalanes.

El Comité Federal del PSOE puso pies en pared en octubre de 2016, Sánchez dejó el escaño y renunció a la secretaría general del partido. El portavoz parlamentario de su grupo —Antonio Hernando, hoy su colaborador en la Moncloa— anunció que los socialistas se abstendrían en la investidura de Rajoy para evitar una tercera ronda electoral y eludir un gobierno que Pérez Rubalcaba había descrito como una especie de Frankenstein. 

La insólita unión de las izquierdas portuguesas ha naufragado porque António Costa se ha negado en el trámite de aprobación de los Presupuestos de 2022 a aceptar las cesiones que le exigían sus socios. El líder socialista portugués no se amilanó, aunque el Presupuesto parecía más necesario que nunca porque contemplaba los 14.000 millones de euros del fondo europeo. Es probable que su sentido de la responsabilidad le lleve a ganar por mayoría absoluta en las elecciones del 30 de enero de 2022, batiendo a sus socios y a la derecha. Para España la consecuencia de la crisis portuguesa ha consistido en que Pedro Sánchez se ha convertido en el único presidente de la Unión Europea apoyado por comunistas y populistas, con los que se ha coaligado en el Gobierno, e investido y secundado en el Congreso por los grupos independentistas (ERC y Bildu) y nacionalistas (PNV). 

El Ejecutivo español es una excepción que confirma la regla. Antes podía echar mano del «milagro» izquierdista portugués. Ya no 

El Ejecutivo español es una excepción que confirma la regla. Antes podía echar mano del «milagro» izquierdista portugués. Ya no. El entorno internacional de España es claramente hostil a la fórmula de su Gobierno. En Francia, el liberal Emmanuel Macron ha abatido a los socialistas, a la derecha y a la extrema derecha y lo volverá a hacer en las presidenciales de 2022; en Italia, Mario Draghi encabeza un Gabinete centrista y tecnócrata; en Alemania, el futuro canciller, Olaf Scholz, líder del SPD y anterior ministro de finanzas con Merkel, formará Gobierno con los liberales y los verdes, perfilándose como su sucesor en el departamento económico Christian Lindner, un liberal de la línea severa, y en el Reino Unido, el conservador populista Boris Johnson no tiene aún rival en el laborista Keir Stamer. Un recorrido por el resto de los países de la Unión —nórdicos incluidos— no permite a Pedro Sánchez encontrar un espejo que, como el portugués hace un tiempo, se le ha roto. Es, como en la película de Michael Mann, «el último mohicano» en la UE, una situación del presidente que sugiere más excentricidad que épica política, porque, además, España está a la cola de la recuperación. 

En este contexto internacional Nadia Calviño tiene chance y deberán resignarse a la subordinación tanto Yolanda Díaz y Enrique Santiago —las dos figuras del PCE— como la nomenclatura morada formada por Belarra, Echenique y Montero, aunque ganen batallas semánticas como la de la «derogación» de la reforma laboral, verbo que, efectivamente, se empleó en el pacto de coalición y en el del PSOE y Unidas Podemos con EH Bildu y que ha dejado de ser un concepto jurídico para convertirse en un «fetiche» político según la mismísima ministra de Trabajo. O sea, en un señuelo.

La vicepresidenta primera del Gobierno asegura la interlocución con un lenguaje homogéneo con los líderes de la Unión Europea más aún cuando entraremos enseguida en una nueva fase de exigencias de ajuste y de regreso de las reglas fiscales. Sánchez ya sabe que su Gobierno y sus alianzas son una rareza en Europa, que no podrá hacer políticas a contrapelo (por ejemplo, ni en normativa laboral ni en pensiones) y que estos sus últimos Presupuestos abren un tiempo nuevo e imprevisible: el de la resistencia temporal de la coalición y el del regreso del PSOE hacia un terreno central en el que se ha situado su admirado António Costa. 

Claro que con dos grandes diferencias respecto del vecino: en Portugal no hay partidos secesionistas y el PSP tiene posibilidades de ganar las próximas elecciones con mayoría absoluta (116 diputados). En España tenemos una treintena de diputados independentistas y nacionalistas y las posibilidades de que el PSOE gane unas futuras elecciones por mayoría absoluta son inverosímiles. Antes que otra ‘geringonça’ a la española, aquí habrá una gran coalición PP-PSOE (sin Sánchez) salvo que entre unos y otros prefieran destrozar el país en su economía, la democracia en sus instituciones y la convivencia en sus hostilidades. Lo cual es perfectamente posible y, por desgracia, hasta probable.