Ignacio Camacho-ABC
- La sociedad encaja su triunfalismo hueco con una mezcla de abulia y desapego, de indiferencia y de aburrimiento
De todos los sánchez que ha sido Sánchez desde que irrumpió en el primer plano de la política en 2014, que ya es un tiempo, el del poder es el que entraña más riesgo de convertirlo en un personaje amortizado en prematuro proceso de descrédito. Ya ha sucedido así, de hecho; la sobredosis de autocomplacencia le ha puesto la realidad tan lejos que la gente encaja sus fatuos discursos con una mezcla de abulia y desapego, de rutina y de pereza, de indiferencia y de aburrimiento. Esas letanías televisivas como la de ayer, en las que el presidente saca pecho de una fantasmal contabilidad de éxitos que sólo él percibe, provocan en la opinión pública la fatiga del exceso, el desdén machadiano por las romanzas de los tenores huecos. Su empeño en agarrarse a un relato postizo empieza a parecerse al esfuerzo patético del actor que se da cuenta de la mala calidad del texto y lo recita sin la menor confianza en que el público lo tome en serio. Mentir ha mentido siempre pero ahora se le nota en el gesto la falta de convicción en su facunda desenvoltura de embustero.
Lo único que no ha perdido es la patente sensación de disfrutar del mando, tan antipática por otra parte en una sociedad con graves dificultades para absorber el doble impacto de un desastre económico y sanitario. Ese hedonismo del poder, tan visible, lo ha divorciado de las expectativas reales de los ciudadanos, que no se reconocen en el cuadro optimista pintado a brochazos por un dirigente con síntomas palmarios de haberse transformado en un yonqui del cargo. El extremo solipsismo presidencial adquiere los rasgos psicopáticos de un hombre incapaz de trascender el ámbito de un círculo ensimismado en cuyo interior se evapora la noción del fracaso. Ese fenómeno de distanciamiento y enajenación está descrito en numerosos manuales del comportamiento político: la pérdida de la empatía social y del sentido del servicio, el sesgo de rechazo de cualquier dato negativo, el extravío voluntario de todo método autocrítico. Un halo demiúrgico sin soporte objetivo que entra de lleno en la patología del narcisismo.
La tragedia de este Sánchez menguante consiste en que no es tan torpe para ignorar que ya no le cree nadie. Su borrachera de ego autoritario es una fuga hacia adelante, una manera de esconder sus manifiestas debilidades en una coreografía cesarista y un neolenguaje lleno de términos tan pretenciosos como triviales. Sus socios lo sostienen porque lo consideran el instrumento adecuado para acelerar la deconstrucción del Estado, y sus correligionarios aceptan su liderazgo mientras logre cerrar a la derecha el paso. Los trucos de supervivencia se le están acabando, su palabra vale menos que un euro falso y su reputación de mago lleva meses sufriendo descalabro tras descalabro. Quizá pueda reinventarse una vez más en los dos próximos años, pero siete vidas no tienen ni los gatos.