- La tabla periódica del sanchismo entra en su última fase.
Pedro Sánchez experimenta transformaciones hoy por hoy dramáticas y diarias. No son políticas: son químicas. Cambia su estructura atómica, su densidad moral, su punto de fusión. Ya no hablamos del hombre: hablamos del material del que está hecho, o del que le queda. Lo que antes era brillo ahora es óxido; lo que parecía sólido ahora se desintegra al contacto con el aire Sánchez fue fabricado en laboratorio: un producto de síntesis política. Se lo diseñó resistente, brillante, inoxidable. Al principio parecía de titanio, un metal noble, preparado para sobrevivir a cualquier fricción. No se degradaba, o al menos eso creíamos. Pero el titanio resultó ser una aleación publicitaria, una máscara metálica. Detrás había hierro: pesado, rudimentario, dispuesto a doblarse por presión.
Luego, como todo hierro político que se prolonga demasiado en el tiempo, se oxidó. Y el óxido es eso: la metáfora perfecta del poder que envejece sin dignidad. Cada día en la Moncloa fue un baño de humedad moral. El color se apagó, la superficie se agrietó. Y para disimularlo, lo recubrieron de teflón. Ahí nació el mito del Sánchez intocable, impermeable, el político al que nada se le pegaba: ni plagios, ni socios, ni causas judiciales, ni corrupciones domésticas. Era el hombre antiadherente. Pero el teflón, como todos sabemos, tiene una vida útil. Basta rascarlo para que aparezca la capa de abajo. Y cuando eso ocurre, la sartén ya no sirve: todo se pega, todo se quema, todo huele mal.
Todo se evapora
El deterioro es visible incluso en su rostro. Antes lo maquillaban para parecer atormentado; hoy puede prescindir de la maquilladora porque atormentado está. Su expresión ya no proyecta autoridad, sino una fatiga existencial de laboratorio político al borde del colapso. Y, como en toda reacción química avanzada, empieza a desprender gas: palabras vacías, frases recicladas, promesas sin oxígeno. De ahí a la fase gaseosa del sanchismo hay solo un paso. Todo se evapora: la credibilidad, el partido, la lealtad, incluso la realidad. Sánchez es hoy un compuesto inestable, un gas que no reacciona con nada, pero que vive encerrado en su propia cápsula.
Y, sin embargo, aún no ha explotado. Aguanta, como aguantan los materiales que ya no son sólidos ni líquidos, pero tampoco aire. Es la materia política oscura, esa que no se ve, pero deforma todo lo que la rodea. Cada día que permanece en el poder altera la gravedad del sistema. Lo curva hacia sí mismo. Si uno revisa la tabla periódica del poder, se podría reconstruir su degradación: De titanio a hierro, de hierro a óxido, de óxido a aluminio, de aluminio a teflón, de teflón a hojalata, de hojalata a polvo. Y el polvo —políticamente hablando— solo tiene dos destinos: barrerse o disolverse. Porque todo lo que no evoluciona se degrada, y Sánchez ya no muta: se descompone. Lo hace a cámara lenta, bajo luces cálidas, y un discurso cada vez más plano. La materia se enfría, la energía se agota, el material colapsa sobre sí mismo.
Corroe cuanto toca
El problema es que no colapsa solo. En su campo de gravedad arrastra a todos: ministros, asesores, partidos satélites. Los hace orbitar hasta el agotamiento. Nadie se acerca sin salir marcado. Su proximidad produce corrosión. Y como si el deterioro necesitara un espejo, ahí aparece Puigdemont, que también se oxida. El hombre que creyó ser uranio político ha terminado siendo estaño catalán, blando, maleable, sin chispa. No salió a celebrar la amnistía porque no la tiene. Su electorado, en el fondo, es de derecha, y ya es hora de hacer un gesto hacia ellos que no hace. También él se ha vuelto un residuo de sí mismo.
El encuentro entre ambos es una reacción química sin energía. Una fusión fría entre dos metales cansados. Sánchez y Puigdemont ya no forman una aleación: forman escoria. Dos elementos que se unen no para producir algo nuevo, sino para durar un poco más antes de la combustión final. Eso es el presente español: un paripé entre débiles, un teatro de materiales degradados que se sostienen por la inercia del calor acumulado. Pero el calor se disipa, y cuando el sistema pierda temperatura, los gases se evaporarán y la materia volverá a su estado original: el polvo.
Como una secta
Y cuando eso ocurra, quedarán los pocos que todavía lo rodean. Cada vez menos, cada vez más duros, cada vez más capaces de cualquier cosa. Ni siquiera Tezanos y sus burdas patrañas logran ya sostener la ilusión. Sus mentiras son tan gruesas que se derriten antes de publicarse. La sociedad lo percibe: ya no hay mayoría, ni siquiera masa. Solo un núcleo duro, pequeño y fanático. Porque el sanchismo, en su fase final, se parece demasiado a una secta. Y como Jim Jones en Jonestown, el líder sonríe, convenciendo a esos pocos de que la inmortalidad los espera del otro lado. En política, como en física, todo lo que vibra demasiado termina rompiéndose. Pero antes de romperse, Sánchez hará que vibren con él los pocos que le quedan. Y ese sonido, agudo y final, será el eco de su propia secta bebiendo del cáliz de un poder corrupto hasta la última gota.