Ignacio Varela-El Confidencial
- La presidencia circense de Sánchez ha instalado en la política española un laberinto de posiciones cambiantes, una montaña rusa de expectativas
En el mes de febrero, tras las elecciones de Cataluña, toda la España política (no confundir con España) preparaba el funeral de Pablo Casado. Muchos apostaban que no llegaría a las elecciones generales como candidato del PP. Pero tras la votación del 4-M, el desahuciado trasmutó en el próximo presidente del Gobierno, gran reunificador de la derecha y verdugo anticipado del sanchismo. Esta semana, después de dejarse llevar del ronzal a la ratonera de la plaza de Colón, Casado es tratado de nuevo como un pelele político carente de rumbo que permite que le marque la agenda no ya Vox, sino ¡UPyD!, y que cuando Sánchez está en apuros acude en su auxilio con alguna torpeza.
En el principio del año, Pedro Sánchez era presentado, incluso por sus detractores, como el César Imperator imbatible, un maestro de la táctica y la estrategia que juega con sus rivales “como juega el gato maula con el mísero ratón” (Celedonio Flores), con una larga estancia asegurada en la Moncloa. Llegó el 4-M y comenzaron a oírse cánticos funerarios: en 24 horas, el ciclo había cambiado, la extinción de Frankenstein era asunto ya resuelto y todo lo que Sánchez tocara a partir de ahí se convertiría en ceniza negra. Iván Redondo pasó de galáctico de la estrategia política a un inútil con peluquín. Su ‘horizonte 2050’, que antaño habría dejado a la concurrencia pasmada de admiración, produjo una oleada, pero de sarcasmos. Y el enredo de los indultos presagiaba un final apocalíptico.
Pero he aquí que en un fin de semana prodigioso reverdecieron los laureles. Bastaron para ello una votación interna en el PSOE de Andalucía —que venía abotonada de saque— y el trompicón de la derecha en Colón. Vuelven los días triunfales para Sánchez, proclamaron los titulares y trompetearon los tertulianos. Renació ‘la leyenda del indomable’, capaz de ingerir 50 huevos duros sin pestañear antes de aplastar a sus rivales —aunque fuera una rival tan venida a menos como la pobre Susana, coleccionista de fracasos—.
¡Ay! Un solo día después, el espejo de Narciso se rompió de nuevo. Un ataque de ansiedad en Moncloa y la incompetencia de Santa Cruz (sede de Exteriores) convirtieron al refulgente campeón en payaso grotesco, babeante de satisfacción por el hecho de que se le permitiera dar 30 pasos junto a un áspero Biden, visiblemente deseoso de sacudirse al moscardón. Del anhelado instante de gloria resultó un ridículo nacional.
Sigo. En el arranque de la legislatura, se hizo dogma de fe que Sánchez y su Gobierno progresista agotarían la legislatura hasta el último instante compatible con la Constitución. Sin embargo, hace dos meses, las apuestas cambiaron de signo y solo se discutía sobre el momento en que, cabalgando sobre las vacunas y los fondos europeos, el protolíder lanzaría una convocatoria anticipada.
Tras la cornada en Madrid (Las Ventas siempre fue una plaza fatídica para los toreros de la escuadra socialista), los pronósticos volvieron a tornar. Hoy se asegura, con certeza igualmente absoluta, que nadie debe esperar unas elecciones hasta la Navidad de 2023. Como con algo hay que alimentar la caldera, se han sustituido las elecciones anticipadas por una inminente crisis de gobierno, el paraíso de los ‘enterados’. El mercado de las listas de cesables y ministrables está que arde.
La presidencia circense de Sánchez ha instalado en la política española un laberinto de posiciones cambiantes
Todo ello acompañado de permanentes turbulencias demoscópicas, con supuestas subidas y bajadas de cotizaciones electorales aún más cabalísticas que las de la bolsa. Al parecer, cada semana estrenamos escenario electoral. Se imagina que cada episodio, cada titular y cada golpe de viento provocan que millones de españoles reconsideren su intención de voto y se apresuren a contárselo a los encuestadores. Los estados mayores de los partidos ya no trabajan para ganar las próximas elecciones, sino la encuesta del próximo lunes. Y cada lunes es el principio o el fin del mundo para unos u otros.
La presidencia circense de Sánchez ha instalado en la política española un laberinto de posiciones cambiantes, una montaña rusa de expectativas mutantes y un carrusel de pasiones desbocadas en el que hay tiempo para todo menos para pensar.
Lo cierto es que las cosas no funcionan así, ni siquiera en la desquiciada España actual. Salvo sucesos extraordinarios de los que ocurren cada 20 años, ningún hecho o noticia es capaz, por sí mismo, de mover centenares de miles de votos. Desde luego, no de modo fulminante y cuando no hay elecciones a la vista. Afortunadamente para la salud pública, el 99,9% de los ciudadanos no se pregunta cada mañana a qué partido votará en las próximas elecciones (muchos ni siquiera recuerdan con precisión al que votaron la última vez).
Las victorias y derrotas electorales no se generan por explosión, sino por sedimentación. Y las noticias de impacto no suelen ser causa, sino síntoma visible —quizás el primero— de un largo proceso previo de incubación. El 4-M no provocó un cambio de ciclo electoral en España, más bien lo hizo emerger. Las primarias del PSOE de Andalucía solo han servido para que ese partido, legendariamente hegemónico, decida con qué candidato perderá las próximas elecciones regionales. Como ha visto Soto Ivars, lo revelador no es la caída de Susana Díaz, sino la indiferencia pavorosa de la calle. El episodio chusco del minipaseo de Sánchez con Biden es la huella patética de la inexistencia —que ya dura 15 años largos— de algo que se parezca a una política exterior de España.
El agua se calienta poco a poco y va adquiriendo temperatura hasta que rompe a hervir; y cuando eso sucede, ya no hay marcha atrás. Es cierto que todos los presidentes de la democracia pasaron un día ese punto crítico en que la confianza social se pierde de forma irremediable. Visto con perspectiva, casi puede determinarse el momento exacto para cada uno de ellos.
Lo singular del caso de Sánchez es que la semilla de su caída no está en su ejecutoria, sino en la naturaleza de origen de su presidencia
Lo singular del caso de Sánchez es que la semilla de su caída no está en su ejecutoria, sino en la naturaleza de origen de su presidencia y de su Gobierno. Con el instrumento que eligió para gobernar España, solo podía hacer lo que está haciendo; en este caso, el vehículo determina la ruta. Y ese instrumento de gobierno es tan extravagante, tan excéntrico respecto al metabolismo del cuerpo social de España, que resulta imposible que este lo digiera sin provocar, antes o después, una arcada fatal. Es lo que tiene extraviar la centralidad y apoyarse en los extremos.
Como las criaturas que nacen sabiendo de qué morirán —aunque no cuándo—, el Gobierno de Sánchez lleva sellada su condena en la partida de nacimiento. Solo hay una persona en España capaz de prolongar su existencia: se llama Pablo Casado y algunos días parece intentarlo seriamente.