El estado de excepción del Consejo de Ministros traslada una victoria de la propaganda soberanista
Pedro Sánchez necesita los recursos del gran Houdini para escaparse de la jaula en que se ha metido él mismo de tanto intimar con la medusa del soberanismo. El colapso de Barcelona, la coacción de la violencia y el búnker donde se reúne el Consejo de Ministros trasladan una victoria de la propaganda independentista. Porque Sánchez convoca a su Gobierno en estado de excepción. Y porque el despliegue policial —hasta 9.000 policías— describe en sí mismo la gran anomalía del aislamiento.
No es comparable la extorsión de los CDR ni la insumisión de Torra a la responsabilidad de Sánchez, pero el líder socialista no puede sustraerse a la temeridad de la iniciativa, sobre todo porque fue concebida y anunciada como un mensaje de deshielo al soberanismo. Se trataba de normalizar las relaciones. Y de inculcar la pedagogía de la convivencia, más o menos como si el agua de la fuente de Guiomar que compartió con Torra en la Moncloa alojara cualidades catárticas y disimulara las expectativas de un acuerdo maléfico: Presupuestos a cambio de salidas —políticas, judiciales, económicas— al laberinto del procés.
Volvieron a reunirse ayer en la psicosis del 21-D, del mismo modo que lo hicieron los ministros y los consejeros, una cumbre bilateral al que se ha revestido de informalidad y de provisionalidad para despojarla de valor institucional o de liturgia política. La forma no disuade el fondo: Sánchez ha cedido al requisito soberanista del summit, bien porque se ha reabierto la expectativa de un acuerdo presupuestario en el Parlamento, o bien porque el gesto de la “mincumbre” neutraliza preventivamente el clima de tensión que había suscitado Torra cuando interpretaba el 21-D como una provocación a la sensibilidad del Estado catalán.
No ha sido una idea feliz convocar desde el buenismo y la miopía el Consejo de Ministros barcelonés, pero más desgraciado hubiera resultado desconvocarlo. La debilidad del búnker es preferible al efecto humillante de la capitulación, aunque no termina de convencer el posibilismo que Sánchez otorga a las derivadas de semejante ocurrencia: el Gobierno no puede renunciar a congregarse en Barcelona, representa también a la sociedad no soberanista —a veces se le olvida al propio Sánchez— y el asedio al búnker portuario reflejaría la alegoría de la coacción en que se reconocen tantos catalanes no independentistas.
La relación de Sánchez y el soberanismo —y viceversa— constituye una patología política. Más lejos se posicionan, más necesitan acercarse. La fórmula de ayer simboliza la paradoja: se reúnen, pero poco. Los diferencia la Constitución y el chantaje. Les une la aversión al cambio político que ha empezado a expresarse en Andalucía, pero la imagen de un Gobierno asediado en Barcelona conlleva un desgarro que debería resultar irremediable.