Sánchez-Iglesias: a cada cual lo suyo

FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Una vez desaparecida de la faz de Pablo Iglesias aquella «sonrisa del destino» –fueron sus palabras de delectación que hoy se revelan crueles– para aupar a Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno en 2016, a cambio de reservarse la Vicepresidencia con mando sobre los centros neurálgicos del Estado, el menguado secretario general de Unidas Podemos (UP) implora ahora entrar en un gabinete de coalición con el PSOE. Con tal de ser «ministro, aunque sea de Marina», como bromeaba el procurador franquista Jesús Fueyo, Iglesias se deja los nudillos aporreando la puerta del Consejo de Ministros. Dentro de sala tan principal, Sánchez hace oídos sordos al cacareo del que denominó vacuamente su «socio preferente». Pero al que le ha retirado esa deferencia en las últimas horas para lastimar más su orgullo herido de gallito a punto de ser escabechado, por más que afile los espolones en el corral revuelto de un partido en desbandada.

Sánchez juega con la ventaja de creer que, sin capacidad de maniobra y temiendo un anticipo electoral más que a un nublado, Iglesias clocará lo que quiera, pero ya no pega los picotazos de antaño cuando la distancia entre ambos era de 84 escaños a 71 y percibía la acechante sombra de su cresta. Desguarnecida de poder local y autonómico –los únicos munícipes que han aguantado el tipo son quienes están en abierta y declarada insubordinación con Iglesias–, UP precisa imperiosamente algún resquicio de poder al que asirse y mantenerse a flote en medio del turbión. Una suerte de ínsula Barataria desde la que aparentar con su prosopopeya habitual que el mundo gira alrededor de su ombligo, aunque atesore menos criterio y sentido común que el sabio Sancho Panza al que Don Quijote designó gobernador en uso de sus atribuciones caballerescas.

En el último trienio, el descamisado líder del ejército de indignados que reclutó con la crisis ha malogrado el capital que le facultó estar en condiciones de dar un sorpasso al PSOE, como Syriza en Grecia, y proclamarse gran dominador de la izquierda. Todo ello dentro del proyecto de expansión europeo del comunismo bolivariano sufragado por Hugo Chávez con el entonces dinero fácil del petróleo de la hoy saqueada Venezuela y en cuya satrapía desempeñaron diversas asesorías estos cualificados miembros del autodenominado Soviet de la Complu(tense).

Tras su espectacular irrupción en los comicios europeos de hace un quinquenio, al canalizar la irritación de los jóvenes de las clases medias que vieron decepcionadas sus expectativas laborales por la recesión, lo que generó un clima de simpatía a su alrededor a la espera de «tomar al asalto el cielo», ahora ve cómo ese firmamento se desploma sobre sus testas. Vuélvense contra él, cual bumerán, las armas arrojadizas que Iglesias lanzaba como afilados puñales contra sus adversarios.

Acredita ciertamente que lo que en realidad hacía, al denunciar demagógicamente hábitos ajenos, era ladrar al espejo. Su verdadera cara no era su máscara televisiva bajo el epígrafe de «nueva política». Esa pantalla catódica es ahora una luna rota en mil pedazos por mor de erigirse con derecho a casoplón de nuevo rico. Rememora al matrimonio de clase media protagonista de Las verdes praderas, de José Luis Garci, que quema el chalé serrano de sus sueños. Al devenir en pesadilla, lo somete al fuego purificador.

Después de denunciar como una circunstancia inhabilitante para ejercer el cargo de ministro que Luis de Guindos se mercara un ático de 600.000 euros, Iglesias, junto a su pareja, Irene Montero, portavoz de Podemos, se procuró su ostentosa mansión de Galapagar de más de 660.000. Creyose con patente de corso.

Desde la hora en que esa nueva casta de descastados nutrió su patrimonio a costa de patrimonializar la ira de los indignados, Iglesias era un cadáver político en su panteón de Galapagar, por mucho que los suyos teman decírselo, de la misma manera que nadie osaba acercarse al cuerpo yerto de Stalin para comunicarle su muerte.

Nuestro Savonarola, émulo del fanático dominico florentino que acabaría en la picota, después de alardear de que no se aislaría de la gente refugiándose en lujosas urbanizaciones, como políticos de la «casta» tales como González o Aznar, se reveló un aventajado alumno de estos favorecidos por el destino al exhibir impúdicamente que su objetivo era reemplazarla.

Como venían entrenados, nunca albergaron las dudas de aquel secretario del gobernador de Irlanda acerca de si estaría a la altura de aquella encomienda y encontró la horma de su zapato en el gran Samuel Johnson: «No tenga miedo, señor, que pronto será usted un magnífico bribón». Si los «descamisados» (en terminología de Alfonso Guerra) del PSOE debieron aguardar a alcanzar al poder para disponer de su beautiful people, aquella gente guapa a la que se vinculaba directamente con González, a los indignados de Iglesias les ha sido suficiente con rondar sus aledaños. Su faraónica pirámide de La Navata puede ser su mausoleo aplastando como una pesada losa a Pudimos. Su desprestigio ha arrastrado a la marca a su despeñamiento electoral desde la cita andaluza de diciembre.

En el tiempo que va de su controvertida audiencia con Don Felipe de 2016 a la de este miércoles en La Zarzuela, UP vive en un estado de liquidación –con sus federaciones y mareas escapando en desbandada– y su caudillo resulta un náufrago que busca salvarse agarrado al cuello de Sánchez. Sirviéndose la venganza en plato frío, éste último hace como el que no se entera, mientras aquel agita sus brazos con frenética desesperación en medio de su zozobra.

Creyendo tenerlo a pedir de boca, Iglesias se relamía de placer calculando que Sánchez, atado en corto por los barones y rehén de una ejecutiva federal que no dominaba, no podría pasar por aquellas horcas caudinas, a las que sumó el compromiso de convocar un referéndum de independencia en Cataluña. En consecuencia, en las siguientes votaciones le caería, cual fruta madura, la primacía de la izquierda. No fue consciente de la resistencia del PSOE, aun en su peor registro electoral desde la restauración democrática, al igual que le ha acontecido a Ciudadanos con el PP, al mostrarse como diques de contención y aguante del aparentemente periclitado bipartidismo.

A medida que crece su impotencia, Iglesias ejecuta reiteradas purgas descargando sus culpas en cabezas de turco que, en algunos casos, como el del recién defenestrado secretario de Organización, Pablo Echenique, aguantan la humillación con tal de no verse excluido de una posición de mando. A diferencia de Errejón o Bescansa, Echenique evoca a Molotov, cuyo legendario apego al poder le llevaba a aceptar los desprecios públicos de Stalin, defendió al terrible Koba incluso después de la muerte de éste y cuando ya había sido expulsado de todos sus cargos, lo cual revela la peculiar servidumbre del hombre de aparato.

Al modo de Robespierre y Stalin, quienes impusieron el terror en la Francia revolucionaria y en la Rusia soviética, Iglesias parece haberle tomado gusto a la metáfora de que no se puede hacer tortillas sin romper huevos. Empero, como hizo el escritor rumano Panait Istrati, cuando visitó la URSS, al líder podemita convendría preguntarle: «Está bien. Veo los huevos rotos. ¿Dónde está su tortilla?». Si un régimen cerrado como el stalinista pudo reescribir la historia con cada cambio del cuadro dirigente haciendo que los revisores de la enciclopedia eliminaran páginas y fotografías, ahora eso no es posible. Se puede asegurar –imagen en mano– que ningún dirigente político actual ha hecho tantas y tan continuadas escabechinas en tan poco tiempo como Iglesias hasta entronizar una diarquía matrimonial tan característica, por lo demás, en los sistemas comunistas de ayer y de hoy.

Quizá se haga inevitable que, en la monarquía electiva de UP, Pigmalión Iglesias ceda la corona al otro lado de su almohada en favor de su pareja Irene Montero, a quien se acusa de la caída en desgracia de Echenique. Aunque haya recurrido en las redes sociales a la serie infantil Heidi, emparentando a Echenique con la minusválida Clara, Iglesias ajusta cuentas aplicando el manual de Juego de Tronos que ilustra bien estas intrigas podemitas. No en vano su desbordante apasionamiento con Juego de Tronos llega al punto de identificarse con un personaje nuclear de esta saga: Daenerys Targaryen, quien se conduce a sangre y fuego. Juego de Tronos es un símil atinado de la devastación de una organización que ha trocado en la nueva casta de los otrora descastados.

Con su flanco izquierdo debilitado y con Iglesias pordioseando con la mano extendida las migajas del poder, Sánchez –cuyos 123 escaños no han aumentado tras las elecciones administrativas y europeas de mayo, por mucho que trompetee– restablece el mismo marco mental de su golpe de mano parlamentario para derribar a un abstruso Rajoy. Como no hay otro presidente posible, viene a argüir mirando a derecha e izquierda, quien no me vote será responsable de los pactos que contraiga o de que disuelva las Cámaras a las primeras de cambio. Lo acaba de demostrar con Navarra. Ha descargado en UPN su deber de no pactar con los etarras de Bildu. No se somete a otro principio que el del poder como sea o con quién sea, como certificó en su moción de censura Frankenstein.

El doctor Sánchez, ¿supongo? observa el cinismo de uno de los personajes de la novela de Sciascia A cada cual, lo suyo. En el ambiente enrarecido de un crimen por aclarar, le dicen al obispo que el cura duerme con un ama joven en el mismo tálamo. El obispo acude y el incriminado le cuenta: «Es verdad que ella duerme de un lado y yo del otro, pero entremedio hay unos goznes en la pared, y todas las noches, antes de acostarnos, fijo una tabla bien grande y gruesa que es como una pared», y le enseña la tabla. Oída su exculpación, el mitrado espeta, no sin retranca, a la oveja descarriada: «Sí, muy bien la madera es una buena precaución, pero dime, hijo mío, cuando la tentación te asalta, violenta, irresistible, infernal como es, ¿qué haces?». «Pues muy fácil –replica–, quito la tabla».

A ese tablón movido a conveniencia es lo que Sánchez llama, como su maestro de esgrima Zapatero, «geometría variable». Esto entraña gobernar de forma consentida en una dirección o la contraria en función del momento de pasión por el que atraviese su disfrute del poder. Ello imprime a la gobernación una enorme imprevisibilidad cuando sobre la mesa de operaciones se libra, además, a vida o muerte la pervivencia misma de España como nación.