Desde que comenzó el nuevo curso político, Pedro Sánchez ha mostrado tics cada vez más autoritarios.
El pasado domingo, en la Fiesta de la Rosa del PSC, el presidente defendió que su labor se extenderá «hasta 2027 y más allá».
Queriendo enardecer a sus bases, reivindicó que su «proyecto no tiene fecha de caducidad».
Este miércoles ha dado un paso más: ha anunciado que se presentará a la reelección en los próximos comicios generales porque «ya [lo] he hablado con mi familia y con mi partido».
Olvida el presidente que en julio de 2014 prometió limitar los mandatos presidenciales a dos. Es decir, a ocho años como máximo.
Para eludir la contradicción, fuentes del Gobierno han afirmado que «las circunstancias han cambiado».
Pero la única circunstancia realmente relevante que ha cambiado en este aspecto es el hecho de que en julio de 2014 Sánchez, que olvida sus promesas en cuanto cambian sus necesidades personales, no era presidente del Gobierno, sino oposición.
El hecho de que haya despachado la cuestión sucesoria con la informalidad de una supuesta consulta privada es indiciario de la concepción personalista que Sánchez tiene también de su partido.
Porque lo lógico es que la discusión sobre su candidatura se realizase en el marco de un proceso tasado en el seno del PSOE.
Tal había sido la costumbre en el partido, cuyos estatutos disponen que la elección del candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno se someta a un refrendo de las bases.
Es cierto que, según el reglamento del PSOE, cuando un presidente socialista quiere presentarse de nuevo, sólo se procede a la celebración de elecciones primarias cuando lo solicita la mayoría del Comité Federal o lo pide un mínimo del 30% de la militancia.
Pero este escenario se antoja inverosímil, en la medida en que la Ejecutiva del partido está prácticamente en su totalidad controlada por Sánchez.
Igualmente utópico resulta pensar que más de 50.000 militantes se movilicen para desafiar el liderazgo del secretario general.
Pero aunque no lo exija el reglamento del PSOE, lo razonable sería que Sánchez se sometiese voluntariamente a unas primarias.
Primero, porque conviene a la democracia interna de cualquier partido.
En segundo lugar, porque un elemental pudor democrático exige que, tras «olvidar» la promesa hecha a la sociedad española en 2014 sobre la limitación de mandatos presidenciales, Sánchez someta su continuidad, como mínimo, al voto de los militantes socialistas.
Pero, sobre todo, porque Sánchez ha edificado una mitología que le entroniza como el líder de las bases. Liderazgo que acabó recuperando tras un osado esfuerzo después de haber sido depuesto de la Secretaría General en el Comité Federal del 1 de octubre de 2016.
Así, Sánchez ha pasado de ese Peugeot 407 con el que recorrió España para reunir avales, y recabar apoyos entre la militancia para ganar unas nuevas primarias, a orillar a sus bases dando por supuesto su respaldo.
En cualquier caso, aun cuando el gobierno de Sánchez fuera limpio y competente, no resultaría deseable que se postulase para gobernar durante un tercer mandato.
Porque hasta al más excelso de los gobernantes le conviene estar supeditado a límites temporales.
Si el presidente logra, como se propone, llegar hasta 2027, habrá gobernado nueve años, y se presentará para tratar de estar trece en La Moncloa, rivalizando sólo con Felipe González.
Y el desastroso final del expresidente González ofrece la mejor lección histórica de que prolongar tanto la estancia en el poder sólo redunda en la putrefacción y la decadencia del proyecto.
¿No habrá tenido Sánchez casi una década para tratar de dar respuesta a los principales objetivos de su programa? Y si en este tiempo se ha mostrado progresivamente incapaz de sacar adelante las leyes que pretendía, ¿por qué no deja que otro candidato de su partido con más pericia lo intente?
Puede resultar comprensible que, para tratar de «limpiar su honor» ante las investigaciones judiciales a su entorno y «evitar el caos» en el PSOE (como informa hoy EL ESPAÑOL), Sánchez se resista a renunciar a las enormes ventajas que confiere La Moncloa a quien comparece desde ella a las elecciones.
Pero eso no justifica que se arrogue la autoridad de abolir la costumbre de la alternancia en el Gobierno que ha cuajado en nuestra actual cultura política.
Dado que Sánchez ha demostrado una total carencia de sentido de los límites, y puesto que (al contrario que en Estados Unidos) la Constitución no establece una limitación de mandatos, lo razonable es que emerja un movimiento ciudadano transversal que inste a una prohibición a los presidentes de perpetuarse en el poder.
Sánchez se ha abandonado a una deriva antisistema, colocándose en riesgo de caer en el caudillismo propio de nuestra época. Por eso, la directiva y las bases del PSOE deben resistirse a darse por amortizadas y abrir un debate democrático sobre la continuidad de su secretario general.