CARLOS SÁNCHEZ-El Confidencial
- La gestión de la pandemia ha sido una calamidad. Ha fallado la arquitectura institucional. Pero en lugar de sacar conclusiones se ha optado por la arrogancia.
Miriam González, la esposa del exviceprimer ministro británico Nick Clegg, abogada y columnista de este periódico, publicó hace unos días en ‘Financial Times’ un esclarecedor artículo en el que criticaba con dureza las insuficiencias de la democracia española. En particular por el deficiente sistema de equilibrios y controles -los célebres ‘checks and balances’-.
Esas carencias fundamentales explican, en su opinión, los frecuentes casos de corrupción política o económica. O, incluso, están detrás de la falta de fiscalización de la Casa Real durante los años de mandato del anterior jefe de Estado pese a que la Constitución establece una monarquía parlamentaria, lo que en román paladino significa que son los representantes del pueblo quienes deciden sobre lo que ocurre en Zarzuela, y no al revés.
El artículo de González es una enmienda a la totalidad a una estulticia, sostenida durante años por los adláteres del poder, sean de derechas o de izquierdas, que consiste en declarar solemnemente cada cierto tiempo -a la luz de un extravagante estudio de ‘The Economist’- que España es una democracia plena.
La huida del rey emérito, más propia de dictaduras latinoamericanas; la incapacidad sistemática de los políticos para renovar los órganos constitucionales; la deslealtad de muchas instituciones, en primer lugar las separatistas; los problemas estructurales del sistema judicial con una enorme politización de su cúpula; la supeditación del parlamento al poder del ejecutivo de turno, los diputados no son más que brazos de madera o, incluso, la propia gestión de la pandemia, con un insufrible y absurdo debate sobre quién tiene las competencias, revelan que no le falta a razón a la articulista del ‘FT’.
Si algo ha quedado claro en esta crisis es que el sistema ha hecho aguas. Ni España tenía la mejor sanidad del mundo ni está entre las mejores democracias del planeta ni el entramado institucional estaba preparado para soportar un golpe de esta naturaleza.
Un ejercicio de narcisismo
Un país que no es capaz, ni siquiera, de contar a sus muertos en una tragedia de estas características o, incluso, que no está en condiciones de poner en marcha un sistema rápido de ayudas a los más pobres, ahí está el fracaso sin paliativos del ingreso mínimo sin que nadie responda políticamente del desastre, tampoco el ministro Escrivá, solo demuestra que durante años ha caído en la autosatisfacción y en el narcisismo político, hasta el punto de que es incapaz de asumir sus errores o de hacer una autocrítica seria. Cuando, además, tiene el triste honor de ser el país con más desempleo de Europa, incluso ya por delante de Grecia.
Si algo ha quedado claro en esta crisis es que el sistema ha hecho aguas. Ni España tenía la mejor sanidad ni está entre las mejores democracias
Sánchez, como presidente del Gobierno, es quien debería haber hecho el mea culpa colectivo -aunque no todas las responsabilidades sean de su partido-, pero no lo ha hecho. Probablemente, porque se ha instalado en una inercia política propia de gobernantes que viven en países en decadencia, lo que explica que cada año España se vaya alejando de la convergencia con los mejores países de la UE.
Sánchez, en su lugar, ha optado por la propaganda y el tacticismo para apurar al máximo la legislatura, aunque no haya Presupuestos, pero sin atacar los problemas de fondo de un sistema político con incentivos perversos que no da más de sí, y que necesita urgentemente un nuevo periodo constituyente o, al menos, un calendario y una agenda de reformas estructurales. Precisamente, para evitar que la calidad de las instituciones se siga degradando y lo capitalicen los enemigos de la democracia.
Un sistema roto
No ha fallado el sistema autonómico para vencer a la pandemia, ahí está la gestión de la crisis que han hecho países federales como Alemania, Canadá, Austria o, incluso, Suiza para demostrarlo, sino la ausencia de instituciones que se ocupen de manera eficiente de la gobernanza económica, fiscal y hasta política. Un sistema cuasi federal sin instituciones efectivas de coordinación es un sistema romo.
El movimiento es obvio. Se trata de aislar políticamente a Casado, lo cual ni siquiera hace falta porque él mismo lo hace cada día
Por el contrario, se ha preferido el oportunismo y la arrogancia. Ya sea trasladando el debate sobre la calidad de la gestión de la pandemia a un problema competencial -lo cual solo da alas a quienes quieren una España jacobina- o construyendo golpes de efecto (como los conejos de la chistera que se sacaba Zapatero para distraer a la opinión pública en medio de la anterior crisis) que solo revelan una clamorosa ausencia de dirección a largo plazo de la cosa pública. Y que tendrá su continuidad este lunes cuando Sánchez reúna a la élite empresarial para hablar de recuperación.
El movimiento es obvio. Se trata de aislar políticamente a Casado, lo cual ni siquiera hace falta porque él mismo lo hace cada día. Pero el encuentro -al que asistirán Ana Botín y los jefes del Ibex- solo denota esa instrumentalización de la sociedad civil que tanto gusta a los políticos, y, en particular, a Sánchez, que en dos años ha sido incapaz de proponer cambios estructurales en la arquitectura institucional del país, que, en última instancia, es la causa principal de una realidad estadísticamente incontestable, como es que todas las crisis afectan más a España que a los países de su entorno.
El bastión del fascismo
En su lugar, ha construido su identidad en torno a una de las ideas fuerzas del populismo, sea de izquierdas o de derechas, que es la sublimación de un enemigo ficticio al que hay que vencer. Trump lo hace cuando dice que Biden es, en realidad, un agente del socialismo e Iglesias se refuerza en lo que queda de su partido trasladando la idea de que Podemos es el bastión que frena al fascismo.
Algunos lo han llamado afirmar por oposición y en el fondo forma parte de un fenómeno que parece irreversible, como es la infantilización de la política para convertirla en un juego binario. La ultraderecha de Vox, de hecho, vive de esa misma entelequia, de la polarización y de la creación de enemigos fantasmas.
Esa forma de hacer política, convertida en un marco de referencias sin sustancia alguna pero cargada de hojarasca, una vez haciéndose fotos con los sindicatos para cubrir el flanco izquierdo, y otras con los empresarios para asegurarse imagen de estadista, pero sin corregir los problemas de fondo de la economía, no es más que un ejercicio de exhibicionismo político. De hecho, lo único que hace es introducir una enorme inestabilidad institucional y elevadas incertidumbres en la economía, lo que explica en buena medida la montaña rusa que es hoy España, que pasa con facilidad del desencanto a la euforia. Pero siempre un país de leguleyos.
Churchill no necesitó fotos con nadie para ganar la guerra, ni se rodeó de un inmenso aparato de propaganda para acreditar lo que era obvio, que era el primer ministro del Reino Unido. Ni Suárez emprendió la reforma institucional más imponente del siglo XX español -incluida una Constitución- a golpe de cámara. A golpe de flash. Al fin y al cabo, gobernar es hacer.