Ignacio Varela-El Confidencial
En el pulso político que se avecina en la izquierda, la posición de fuerza de Pablo Iglesias es vistosa, pero engañosa
Una lectura lineal del resultado de las elecciones generales conduciría a pronosticar que el desenlace más probable es un Gobierno de coalición PSOE-UP. Defendí esa idea en mi primer análisis, que coincide con el que José Antonio Zarzalejos ha expuesto en estas páginas. Descartada ya por completo la vía PSOE-Ciudadanos, aparentemente Pedro Sánchez no podría escapar de la exigencia de Iglesias de compartir no solo el programa de gobierno sino el Gobierno mismo.Sánchez no puede ser elegido sin el apoyo de Podemos, y Pablo Iglesias necesita desesperadamente la cuota de poder que solo da un Gobierno de coalición. ‘A priori’, es lógico pensar que esa será su condición irrenunciable para votar la investidura y que, finalmente, lo conseguirá (sobre todo, considerando que las diferencias de fondo se han difuminado y que el programa de Podemos y el del PSOE de Sánchez son mellizos).
‘A priori’, es lógico pensar que esa será su condición irrenunciable para votar la investidura y que, finalmente, lo conseguirá
Sin embargo, una segunda reflexión puede fundamentar una conclusión diferente. La aritmética importa, pero hay más ingredientes en la receta. Sin duda, asistiremos a un pulso durísimo que puede bloquear la investidura durante varias semanas. Pero en el punto límite, la posición de Sánchez es más fuerte. Ahora creo que si finalmente hay Gobierno de coalición, será porque en el cálculo coste-beneficio él lo prefiera así, no porque Iglesias se lo imponga.
Este presidente puede asimilar sin desazón alguna la presencia en su Gobierno de cualquier persona, siempre que esté claro que es él quien los pone y quita y que solo ante él responden. Es probable que ofrezca asientos ministeriales y otros altos cargos a miembros muy destacados de la galaxia podemita. Pero no estará dispuesto a que exista un mini-Gobierno dentro del Gobierno, una doble disciplina —los ministros de Sánchez por un lado y los de Iglesias por el otro— y una negociación permanente de la agenda del Consejo de Ministros. Resulta que esa es justamente la concepción que Pablo Iglesias tiene de un Gobierno de coalición.
A favor de Sánchez opera, en primer lugar, la lógica del proceso institucional. Tras las consultas, el Rey lo propondrá como candidato. Con el encargo en la mano y sin posibilidad de una candidatura alternativa, manejará el calendario a su conveniencia. Ofrecerá a Podemos un acuerdo programático de legislatura, y le responderán con la exigencia de un Gobierno de coalición. Ahí empezará el forcejeo.
Si Iglesias no cede tras los primeros escarceos, Sánchez es muy capaz de fijar fecha para la investidura y presentarse a ella a pecho descubierto, con sus 123 diputados. Sería la primera prueba de fuego para Podemos. Pueden votar negativamente y derrotar al candidato, pero inmediatamente reaparecería en sus filas el espectro tenebroso de marzo de 2016. En el vocabulario cursi de aquella época, se pondría de nuevo en marcha el reloj de la democracia: dos meses para que uno de los dos pase por el aro o para asomarse a una repetición electoral. Se admiten apuestas.
No creo que las cosas lleguen a ese punto. Pero si sucediera, para el ganador de las elecciones sería un juego de niños cargar la culpa del fracaso de la legislatura sobre el ansia de poder del podemita. Sánchez ganaría la batalla propagandística por goleada. Entre otras razones, porque los conglomerados mediáticos que operan en el espacio de la izquierda presionarían abrumadoramente a su favor.
Para afrontar un envite semejante, Iglesias debió tomar la precaución de deslindar un territorio estratégico autónomo durante la campaña electoral. Pero se desprotegió al garantizar por adelantado que votar a Podemos aseguraba tanto el Gobierno de Sánchez como votar al PSOE. Con ello, quizás inhibió en parte el voto útil a su rival, pero firmó una letra al portador que lo dejó sin coartada para la fase posterior.
Con todo, la más decisiva ventaja diferencial en ese pulso es el disímil control que cada uno tiene de su organización. A día de hoy, Pedro Sánchez puede hacer lo que se le antoje sin que en el PSOE se mueva una mosca. Es asombroso comprobar cómo la dirigencia socialista, incluida la más histórica, ha deglutido y digerido cosas que hace muy poco tiempo le parecían inasumibles. Por ejemplo, compartir Gobierno con un partido populista que formalmente respeta la Constitución pero habita ideológicamente fuera de ella, o considerar que es más natural apoyarse en partidos secesionistas que buscar el consenso con la derecha constitucional.
Hoy se constata que la hegemonía del sanchismo en el PSOE no es solo orgánica sino también intelectual. El triunfo electoral la ha afianzado aún más. El PSOE de Sánchez es el nuevo partido alfa de la política española y Pedro su único caporal, amo y señor indiscutido de vidas, haciendas y conciencias.
Hoy se constata que la hegemonía del sanchismo en el PSOE no es solo orgánica sino también intelectual
A Iglesias le sucede exactamente lo contrario. La consistencia de su partido pende de un hilo. No solo se cuestiona su liderazgo, además se discute su estrategia. Las confluencias se dispersaron, el núcleo fundacional está en Siberia, Errejón lo desafía desde fuera, más de un millón de sus votantes ya se han pasado al PSOE. Esa organización no está en condiciones de resistir un órdago a la grande que la ponga al borde del precipicio sin quebrarse por dentro. Ante el ‘horror vacui’ de una situación límite, Sánchez solo tendría que mirar fijamente a su rival y esperar. La amenaza principal para Iglesias, por el contrario, vendría de su retaguardia.
En el pulso político que se avecina en la izquierda, la posición de fuerza de Iglesias es vistosa, pero engañosa. En realidad, como cantaba Alberto Cortez, Pedro Sánchez tiene la sartén por el mango y el mango también. Solo se alteraría la situación si, tras las elecciones del 26 de mayo, una legión de posibles alcaldías y gobiernos autonómicos del PSOE dependieran de Podemos. Ello no haría la mano de Iglesias automáticamente ganadora, pero mejoraría sus cartas y aumentaría para Sánchez el peligro del órdago.
Claro que todo esto son juegos florales en contraste con la merienda de negros en que se ha convertido la derecha española. El tumulto ha cambiado de campo, y solo faltan 20 días para esta extraña semifinal que se juega después de la final.