Rubén Amón-El Confidencial

  • El deshielo y la desinflamación son las figuras retóricas que encubren la capitulación y las cesiones del Gobierno a las reclamaciones de los independentistas, eufóricos con la fórmula del referéndum pactado

El veneno estaba en el hielo. No recuerdo si era un cuento de Roald Dahl o un acertijo convencional del repertorio policiaco. Pero la solución estaba en el hielo. Tanto se derretía, tanto se intoxicaban las personas que se acercaban al recipiente surtidor del ponche. Por esa misma razón evitaron envenenarse los invitados que lo consumieron al principio. La dosis no había hecho efecto todavía, y resultó fatídica en el desenlace de la fiesta. 

Es una buena historia o un buen escarmiento que incita a recelar de la retórica con que Moncloa edulcora la temeridad de los indultos. Resulta atractiva la política desinflamatoria del ibuprofeno. Dan ganas de ‘empatizar’ con la última genialidad de Sánchez, pero los ejercicios de voluntarismo y de posibilismo subestiman las contraindicaciones letales del deshielo. Más se derriten los cubitos, más el veneno intoxica la convivencia y la crisis territorial de Cataluña.

Las medidas de gracia consolidan el principio de asimetría. No hay equilibrio alguno entre los tahúres de la mesa de negociación. La desinflamación se ha producido porque el Gobierno español ha cedido, cuando no capitulado. Se ha reconocido a Junqueras la categoría de preso político. Y se le han concedido toda clase de argumentos para recorrer el camino del maximalismo. No por la vía del KO ni del atajo golpista, ni pisoteando un coche de la Guardia Civil, pero sí desde un itinerario progresivo que discrimina la solidaridad territorial y que sacraliza la mesa de partidos como un instrumento de coacciones y de reclamaciones particulares. La forma de alcanzar la fantasía de la independencia consiste en la aclamación popular.

Se explica así el artilugio del referéndum pactado. Y la adhesión a la fórmula escocesa que suscribía Junqueras en su epístola visionaria. La Constitución no admite esta clase de arbitrariedades plebiscitarias, pero sí reconoce una peculiaridad consultiva desde la que puede trabajarse y explorarse la euforia de la opinión pública, más todavía cuando la propaganda excita el atavismo del sueño identitario y cuando el presidente del Gobierno, expuesto a la indigencia parlamentaria, permanece como el rehén de los compadres soberanistas: más autogobierno, menos España. Y menos sentido de equidad con las demás comunidades autónomas.

La desconexión se antoja inevitable porque ya se ha producido. Ni siquiera conmueve la ternura de Junqueras cuando menciona el abandono de la vía unilateral. Fray Junqueras renuncia al delito, al trabuco, al asalto del Parlament, pero el viraje estratégico no subordina sus ambiciones. Las promueve a expensas del deterioro y la degradación del ‘Estado español’. Sánchez ha rectificado al Supremo. Ha convertido a los sediciosos en mártires. Ha reformado a medida de ellos el Código Penal. Y va a poner delante de Felipe VI los expedientes de la gracia. No solo para excarcelar a los condenados, sino para desautorizar el discurso del 3 de octubre. Recordemos.

“Han quebrantado los principios democráticos de todo Estado de derecho y han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad catalana, llegando —desgraciadamente— a dividirla (…) con su conducta irresponsable, incluso pueden poner en riesgo la estabilidad económica y social de Cataluña y de toda España (…) todo ello ha supuesto la culminación de un inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña. Esas autoridades, de una manera clara y rotunda, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia. Han pretendido quebrar la unidad de España y la soberanía nacional, que es el derecho de todos los españoles a decidir democráticamente su vida en común”.

Imaginamos la escena de Junqueras prendiendo fuego al discurso del Borbón. Y relamiéndose con el autógrafo de Felipe VI en el documento que ridiculiza y trivializa la emergencia que justificó la mediación de la jefatura del Estado frente a la indolencia tancredista de Mariano Rajoy. 

La paz que promete Sánchez es una ilusión, una frivolidad. Ya es grave reconocer como iguales a quienes han maltratado la Constitución y el Código Penal, pero más dramático aún resulta entregarse al soborno y a la embriaguez del ponche envenenado como si fuera inofensivo. El deshielo es la muerte lenta. Sutil. Despacio. Gota a gota. Inexorable.

Lo demuestra la vehemencia con que ERC reclamaba ayer mismo un referéndum en dos años para concretar los acuerdos de la mesa de diálogo. Y lo prueban las presiones que la CUP y Puigdemont van a ejercer sobre Aragonès, recordándole la precariedad en que gobierna e instándole a mantener el rumbo ‘inevitable’ de la autonomía y la autodeterminación.

Se trataba de desjudicializar la política. Y el precio consiste en politizar la Justicia, de tal manera que en la colisión de la política y la Justicia ha salido perjudicado el Estado de derecho mientras Sánchez levanta su copa de ponche sin apenas hielo en el vaso. ‘The party is over’.