Sánchez ha decidido guardar silencio y hacer valer su derecho a no declarar ante el juez Peinado en la causa que investiga a su esposa, Begoña Gómez, por tráfico de influencias y corrupción en los negocios. Ese silencio es una estrategia lícita en el plano estrictamente jurídico, pero desmiente, una vez más, el propio discurso del presidente del Gobierno, quien en su primera carta a la ciudadanía defendió la colaboración con la justicia como un valor. Ante los indicios que sugieren que personas de su entorno más íntimo, como su mujer y su hermano, han incurrido en conductas no ejemplares, Sánchez se ha limitado a acusar a los medios que publicaban esa información veraz, a deslegitimar a los jueces que han intentado investigar estos casos y a crear un clima de desconfianza social apelando a persecuciones, bulos y otras conspiraciones ficticias.
La reacción de Pedro Sánchez replica el proceder de prácticamente todos los líderes populistas que en algún momento se han visto en apuros judiciales. Guardar silencio, eludir la responsabilidad y acusar a quienes requieren explicaciones es una respuesta poco previsible en quien tiene la conciencia tranquila sabiéndose sometido a una especial exigencia. Tampoco resulta verosímil la defensa cerrada que el entorno del presidente realiza de sus asuntos privados. Ni Patxi López ni Pilar Alegría, por poner el ejemplo de dos portavoces que han actuado con una vehemencia que roza lo servil, se encuentran en condiciones de certificar la inocencia o la culpabilidad de nadie. Y menos, de la esposa de un superior. En lo que atañe a las consecuencias políticas, la ciudadanía es soberana a la hora de exigir a sus representantes un ideal de conducta. Y en lo referente a los delitos, es la justicia en exclusiva la que tiene la prerrogativa de determinar la culpabilidad o inocencia de cualquier ciudadano.
En el ámbito jurídico, no puede dejar de subrayarse la condición insólita de la querella por prevaricación que ha interpuesto la Abogacía del Estado contra el juez Peinado. De nuevo, el presidente, como cualquier ciudadano, está en su derecho de interponer cuantas querellas estime, pero una acción de tanto voltaje adquiere, además de consecuencias procesales, un inequívoco significado político. Pedro Sánchez gobierna con socios que insistentemente intentan deslegitimar a los jueces y el propio pacto que firmó con Junts en Bruselas alude de forma literal al ‘lawfare’, un término habitual en los populismos de izquierda y que al PSOE le resultó ajeno hasta que los intereses personales del presidente del Gobierno se vieron amenazados.
Existen instrumentos en derecho, como los recursos, que sirven para expresar desacuerdo y para preservar los derechos que se consideren vulnerados. Imputar un ánimo prevaricador a un juzgador, y más aún cuando se es un mero testigo, es un gesto desmedido en el que el presidente, que actúa indistintamente como autoridad o como esposo de una investigada, se sirve de la Abogacía del Estado para hacer valer un interés estrictamente privado. Esta acusación, pese a todo, encaja con la estrategia de Sánchez que siempre pasa por convertir en enemigos imaginarios (el fango, el fascismo…) a quienes suponen un obstáculo para sus objetivos personales. La querella aspira a desactivar la acción del juez, pero mucho antes de que se resuelva en una dirección u otra la causa judicial de Begoña Gómez, Pedro Sánchez debe asumir de forma prioritaria su responsabilidad política. El caso de la esposa del presidente es, mucho antes que una cuestión de responsabilidad penal, un asunto de ética pública.