José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

El presidente incurrió en una locuacidad incontenida en sus dos últimas intervenciones y Simón acumuló errores en los primeros días de marzo para no contrariar al Gobierno

La comunicación de crisis consiste en la transmisión pública de noticias negativas que contrarían, alarman o desagradan. Es muy delicada y requiere de expertos. Nada debe dejarse al azar. Nada en absoluto: ni los gestos, ni las miradas, ni los énfasis ni los signos externos como la imagen y la indumentaria. Es esencial que los mensajes sean claros, concisos, taxativos y empáticos. No deberían faltar palabras, pero tampoco sobrar. Hay que ajustar las expresiones emocionales (blandas) con las que transmitan seguridad (duras), exigir sin contemplaciones y persuadir en todo caso. Y como objetivo esencial: transmitir confianza.

Las dos intervenciones del presidente del Gobierno —sábado y domingo pasados— no han sido afortunadas. El máximo responsable de la crisis no puede emplear 70 y 62 minutos, respectivamente, en comparecer en la televisión. Incurrió en una locuacidad logorréica. Fueron tan dilatados sus discursos y las contestaciones a las preguntas de los medios que no se llegaba a saber qué de lo que dijo era lo esencial y qué lo accesorio. Sus palabras resultaron en muchos casos redundantes.

Por otra parte, bajó a un detalle que no le corresponde. Los datos operativos son competencia de un segundo o tercer nivel de responsabilidad (ministros, Guardia Civil, Policía, expertos). El presidente del Gobierno debe comunicar las grandes novedades, las decisiones trascendentes, no ejercer de ‘comentarista’, como bien apuntaba este lunes en estas páginas Antonio Casado. No justifican esta sobreexposición de Sánchez ni razones políticas de oportunidad, si es que las hubiere. Por lo demás, el Ejecutivo dispone de una competente portavoz, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que podría —o debería— apoyarse en la Secretaría de Estado de Comunicación. No es bueno que en este asunto el presidente se confunda o le confundan. Le quedan muchas comparecencias trascendentes como para que abuse de las que no lo son.

Determinados acontecimientos aconsejarían una moratoria a Fernando Simón, director del Centro de Emergencias y Alertas Sanitarias del Ministerio de Sanidad, y portavoz técnico en esta y otras crisis anteriores. Es un acreditado epidemiólogo. Pero, reconociendo todos sus esfuerzos, está lastrado por la docilidad mostrada al Gobierno: ha cometido errores complacientes que merman su credibilidad.

Según distintas fuentes, el 2 de marzo, Simón disponía a través de la OMS de información que desaconsejaba concentraciones de personas. El 7 se autorizó el partido entre el Atlético de Madrid y el Sevilla (60.000 personas), el día 8, la manifestación feminista (120.000 personas en Madrid), ante la que Simón se limitó a comentar que cada cual hiciera lo que quisiera (incluyendo a su hijo), cuando el consejo debió ser totalmente disuasorio; ese mismo día, 9.000 personas se reunían en Vistalegre, en el mitin de Vox, que debió ser prohibido. Y por fin, el propio Simón, el pasado día 20, justificó que Pablo Iglesias quebrase la cuarentena (“una excepción razonable”) sin explicar qué hacía asumible el comportamiento del secretario general de Podemos.

Sin otro ánimo que el de tratar de que la comunicación de la crisis disponga de una plena credibilidad, Fernando Simón quizá deba estar en el ‘backstage’ de la información de la pandemia, reseteándose, dejando que otra persona con tantos conocimientos como los que él, sin duda, acumula no se preste a descalificaciones de docilidad gubernamental. Por lo demás, si los ministros, los mandos policiales y otras autoridades se ajustan a una imagen en consonancia con la gravedad de la información que transmiten, Fernando Simón tendría que prestarse a guardar una apariencia homogénea.

Hay que revisar todo el protocolo de comparecencias. El número de las personas; la hora del día; la imagen (de pie, sentados, con atril…), la indumentaria, los tiempos de intervención, la complementariedad de los mensajes; evitar portavoces controvertidos o polémicos, ajustar los tiempos y emplear términos accesibles y claros. Más allá de la crítica, se trata de que, como quiera que queda mucha crisis por delante, las cosas no empeoren con una transmisión de novedades mal gestionada.

Por fin, debe tenerse muy en cuenta que el consumo de información sobre la pandemia es enorme y, seguramente, hasta excesivo. Pero la única con carácter referencial es la oficial, la que ofrecen los portavoces autorizados. Su impecabilidad como tales resulta crítica. Este domingo, Salvador Illa, ministro de Sanidad, dio, otra vez, un ejemplo de buen hacer. Lo mismo que Nadia Calviño.