José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Si los dos políticos repiten hoy la ‘performance’ del pasado 6 de septiembre en el Senado, se habrá avanzado en convertir este país en una democracia irrespirable
Ante el segundo cara a cara en el Senado del presidente Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, se ha adensado un ambiente malsano: a ver hasta qué grado de enfrentamiento, descalificación e, incluso, insulto llegan el uno y el otro; hasta qué punto ambos ofrecen un espectáculo circense de garrotazos dialécticos, cómo de predispuestos siguen a conseguir que la nuestra sea una democracia de trabuco en ristre en el que quien discrepa es un enemigo y no meramente un adversario legítimo.
Las apuestas se remiten a la sesión senatorial del pasado 6 de septiembre. Entonces, Sánchez empleó toda la artillería contra el popular hasta llegar a la conclusión de que el jefe de la oposición era un “ignorante” o militaba en la “mala fe”. Ayer, los expresidentes Rajoy y González reclamaron, cada cual a su manera, un poco de cordura, de contención y de acuerdo. Ambos cometieron, seguramente, muchos errores en sus respectivas gestiones, pero la experiencia del poder y la contemplación del Campo de Agramante en que España se ha convertido los hacen merecedores de que sus advertencias sean atendidas.
Las democracias liberales no están tan boyantes como para aguantar a líderes irresponsables. Lo son aquellos —no importa que sean de derechas o de izquierdas— que oponen sus ansias de poder a la necesidad de ofrecer un discurso civilizado, de integración y de acuerdo sobre los problemas comunes, que en España son muchos y todos ellos importantes.
La mejor forma de que crezcan las fuerzas extremas en una democracia liberal son esos enfrentamientos en los que las palabras suenan a disparos. Ya nos ha contado por extenso Christian Salmon que la actual es la “era del enfrentamiento” y que el descrédito que afecta a todos los regímenes políticos es el producto de un doble fenómeno: “Una gobernanza sin soberanía y una democracia sin deliberación”. Sostiene el analista francés, además, que “la palabra política ha perdido toda legitimidad” porque se emplea en una procaz lucha por el poder.
Las democracias liberales si no se autoprotegen —la nuestra lo es, pero con unos síntomas peligrosos de deslizamientos hacia el peor populismo—, migran a iliberales, como ha ocurrido en varios países europeos. El regreso de Donald Trump es perfectamente verosímil; los sistemas iliberales de Polonia y Hungría están asentados; regímenes como el turco de Erdogan han adquirido plena legitimidad; en Italia se está a la espera de conocer el registro por el que saldrá Giogia Meloni; en Francia, Macron las está pasando moradas con la izquierda radical de Francia Insumisa; en Suecia, el segundo partido del país es de derecha extrema, mientras Rusia y China son potencias militares y económicas —energética la primera— que descreen de la democracia y asientan su gobernación en los llamados ‘líderes fuertes’. De hecho, Xi Jinping es un nuevo Mao.
No ha llegado el ‘fin de la historia’ que nos prometió Francis Fukuyama y han regresado todas las excrecencias del siglo pasado: la enfermedad, la guerra y la crisis económica. De aquellos polvos surgieron los lodos del nazismo y del fascismo, los líderes providenciales de la URSS —Lenin y Stalin— y la Guerra Fría, que duró de 1945 hasta 1991 y ahora ha adquirido un perfil amenazador.
España es el único país europeo que padeció el siglo pasado una guerra civil (1936-39), razón por la que nuestros dirigentes han de ser conscientes de que las palabras, los trabucazos dialécticos, pueden derivar en radicales enfrentamientos, cuando, además, por la derecha y por la izquierda, han emergido fuerzas revisionistas —“adanistas”, las calificó con justeza ayer Mariano Rajoy— que frustran a las generaciones que hicieron posible la transición e inoculan en las posteriores el revanchismo, la indiferencia o la iconoclastia.
Cuando esto ocurre, la perplejidad de los ciudadanos de a pie es extrema, porque produce confusión, increencia y rabia, porque, mientras los graves problemas atenazan el día a día, los políticos, nuestros representantes, se entregan a una especie de juego de gladiadores en el Congreso o en el Senado, que se asemejan más a la arena del Coliseo de la Roma de Nerón y Calígula que a espacios para la deliberación.
Por lo demás, la colonización sectaria del Estado en una estrategia de ocupación del poder (El Centro de Investigaciones Sociológicas, Radio y Televisión públicas, Instituto Nacional de Estadística, Fiscalía General del Estado, Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial —¡qué barbaridad la bicefalia de un presidente del poder judicial puramente nominal que no lo es ni puede serlo del Supremo!— o el Tribunal Constitucional) responde a una concepción iliberal del sistema democrático que es aquella que formalmente se atiene a las reglas de compromiso, pero que materialmente las elude.
Si crecen los extremos, si cunde la antipolítica, si se extiende el hartazgo, si surgen esos “cirujanos de hierro” de los que hablaba Joaquín Costa —los Trump, los Orbán, los Meloni, todos los sátrapas totalitarios de Venezuela, Nicaragua, México—, que nadie se rasgue luego las vestiduras. El lenguaje es performativo y si Sánchez y Núñez Feijóo repiten hoy la ‘performance’ del pasado 6 de septiembre en el Senado, se habrá avanzado suicidamente en convertir España en una democracia irrespirable.