IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-El País

  • La derecha y sus columnistas más recalentados están promoviendo la tesis de que el presidente quiere desguazar el país y permanecer indefinidamente en el poder. Y el problema es que ya no se dice solo en los márgenes del PP

El conflicto constitucional que se vivió el pasado mes de diciembre a propósito de las medidas que el Gobierno intentó aprobar para desbloquear la renovación tanto del Tribunal Constitucional como del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) obedece a una lucha encarnizada por el poder. Es evidente que el Partido Popular, utilizando excusas del más variado pelaje, ha boicoteado los intentos de renovar la composición de estos dos órganos desde que perdió el poder en 2018. El hecho de que hiciera lo mismo durante los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero demuestra que se trata de una táctica de filibusterismo político que la derecha emplea de forma sistemática y a conciencia con el fin de debilitar a los gobiernos de izquierda.

Sentado esto, podemos debatir si la reacción del Gobierno de Pedro Sánchez fue adecuada o no. Parece evidente que el Gobierno intentó forzar las cosas de modo poco escrupuloso, probablemente movido por el hartazgo ante la desfachatez con la que actúa el PP en este ámbito. Las prisas del Ejecutivo transmitieron la impresión de un ánimo irrespetuoso con los procedimientos parlamentarios y la división de poderes. Quien diseñara esta operación fallida, que sin duda ha provocado una erosión en el apoyo social al Gobierno, debería asumir algún tipo de responsabilidad política.

Se ha hablado mucho de los aspectos jurídicos de este embrollo. Creo, sin embargo, que hace falta algo más para entender realmente lo que está pasando. La gravedad del conflicto vivido en diciembre supera la de una pugna por el control del Constitucional y el CGPJ. Con respecto a anteriores episodios de bloqueo, la novedad en diciembre fue que los magistrados conservadores del Constitucional se sumaran de forma tan descarnada a la campaña obstruccionista del PP. Ya no era un partido político que se aprovecha de un defectuoso sistema institucional para impedir la renovación de los órganos constitucionales, sino que uno de los propios órganos afectados, el Constitucional, actuando como juez y parte, se ponía al servicio de los intereses políticos del Partido Popular. Que los dos magistrados afectados, Pedro González-Trevijano y Antonio Narváez (el primero, el propio presidente del Constitucional en ese momento), no quisieran abstenerse en una cuestión que les afectaba de forma tan directa, ha dejado la reputación institucional del alto tribunal por los suelos (por no mencionar la reputación profesional de estos dos magistrados, que no han podido cerrar de modo más patético su trayectoria).

¿Cómo puede explicarse que el tribunal entrara con esa virulencia en la refriega institucional, llegando a prohibir que el Legislativo tomase las decisiones que creyera procedentes sobre este asunto? No es que el Parlamento sea omnipotente, pero el control de constitucionalidad de sus actos no puede ser preventivo, anterior incluso a la celebración de un debate en las Cortes. Para entender la extralimitación del Constitucional no basta con apelar a los intereses en juego ni a la mera lucha por el poder. Es preciso atender a las corrientes ideológicas de fondo, que son las que dan sentido a la escalada que hemos vivido durante las últimas semanas.

Las fuerzas que están operando ahora se desataron en otoño de 2017, a raíz de la crisis catalana. En amplios sectores de la sociedad española se dio por bueno que, ante el riesgo de ruptura territorial del Estado, cualquier cosa valía, desde las operaciones realizadas en las cloacas del Estado hasta la judicialización de la crisis política, con encarcelamientos preventivos de representantes políticos y acusaciones atrabiliarias de rebelión y golpismo. No quiero decir con esto que la crisis no fuera seria y que no hubiese necesidad de tomar medidas para afrontarla. Es evidente que un Estado no puede quedar impasible ante un intento de secesión, y nuestro ordenamiento constitucional contempla medidas para neutralizarlo, incluyendo el artículo 155 que finalmente se aplicó. Ahora bien, además de la lógica respuesta constitucional del Estado, debe recordarse que los tribunales y el propio Constitucional tomaron entonces decisiones que interfirieron gravemente en el proceso democrático, incluyendo la suspensión de debates en el Parlamento catalán o la prohibición de que personas electas pudieran desempeñar sus cargos representativos.

Todo este activismo judicial se llevó a cabo en nombre de la unidad nacional. Se activó un poderoso nacionalismo español en respuesta a la demanda de independencia que disculpaba los excesos judiciales que cometieron los tribunales y el propio Constitucional. Se miró para otro lado porque se consideró que había que defender a España como fuese de sus enemigos internos. Para legitimar esa especie de impunidad judicial, se presentó a los independentistas como un atajo de golpistas antidemócratas y la integridad territorial del Estado como un valor democrático, como si el conflicto entre los independentistas y el Estado fuese una cuestión de demócratas contra antidemócratas y no un choque entre nacionalismos opuestos. En ese contexto, se despacharon las críticas al frente jurídico-constitucional formado por la Fiscalía General del Estado, el Tribunal Supremo y el propio Constitucional (con pleno apoyo de los dos grandes partidos) como antipatriotismo y complicidad con la causa de los independentistas.

Como ha sucedido en otros momentos de nuestra historia, el nacionalismo español se alimenta de sus enemigos internos. Así, se ha resucitado la idea de la anti-España, en un primer momento formada por los independentistas catalanes, la izquierda abertzale y la izquierda de Podemos. Una vez constituido el Gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, que sobrevive gracias al apoyo parlamentario de diversos grupos nacionalistas, la idea de anti-España ha ido creciendo hasta acabar por engullir al propio Partido Socialista. A pesar de que el PSOE fue leal con el PP durante la crisis catalana y no cuestionó en ningún momento la estrategia represivo-judicial del Gobierno de Mariano Rajoy (todavía en mayo de 2018 Sánchez decía en una entrevista televisada que lo sucedido en Cataluña era un delito de rebelión), ahora la derecha está promoviendo la tesis de que Sánchez es el líder supremo de la anti-España. Según puede leerse a diario en los columnistas más recalentados de la derecha, Sánchez tiene la voluntad de desguazar España y permanecer indefinidamente en el poder. Para lograr sus fines, está intentando dar un golpe de Estado, igual que hicieron los independentistas en 2017.

A los lectores que no siguen los medios de la derecha puede que todo esto les sorprenda, pero les aseguro que no exagero. Estas cosas se escriben a diario en la prensa española. Y el problema es que ya no se dice solo en los márgenes del Partido Popular. El discurso paranoide y excluyente de la anti-España ha calado en el principal partido de la oposición. Isabel Díaz Ayuso recurrió a la fórmula “Sánchez o España” el pasado 30 de noviembre y su fiel escudero, Alberto Núñez Feijóo, elevó la fórmula a consigna de partido el 19 de diciembre, anunciando que el conflicto político se reduce en estos momentos a “este Gobierno o España”. Lo que se está diciendo es, sencillamente, que el actual Gobierno de la nación pone en peligro la supervivencia misma del Estado. Ni Pablo Casado se atrevió a llegar tan lejos.