Juan Carlos Girauta-ABC

  • «Mantener intacta la soberanía sobre un territorio que, en todo caso, no debe menguar es una responsabilidad que no todos admitirán porque exige más reflexión y que, en principio, no atraviesa con la misma naturalidad la facilona sensibilidad contemporánea»

Puigdemont quiere hacerse belga, y eso es lo único coherente que se le recuerda a quien nació para un tedio llevadero, sin sorpresas. Cierto es que algunos incidentes de juventud acabaron conduciéndolo, por tortuosa vía, a declarar la independencia de no sé dónde. Tan cierto como el morigerado temple con que, una vez cumplido su insólito destino, concedió siete u ocho segundos de júbilo a los nuevos románticos de fútbol, estelada y excursión. Donde había dicho digo dijo Diego, convocó a su gobiernillo para despistar mientras Rajoy se desperezaba, se metió en un maletero y reapareció como un Napoleón deconstruido. Parecía la tortilla de patata de El Bulli, que en paz descanse. Fue como si le hubiera asesorado un mal estudiante de Secundaria que confunde escenarios y circunstancias: donde tocaba Elba puso Waterloo, que al final será su Santa Elena. Lo del mechón sí lo veo.

Si las gentes del secesionismo catalán fueran más refinadas, habría sido digno de ver el encuentro del belga en ciernes con su aliado Junqueras, el único hombre que odia al prófugo en vez de contemplarlo como una curiosidad. Pero, conociendo el paño, me aburro con solo imaginar el inicial cruce de monosílabos, el posterior despliegue de lenguaje fático o de ascensor. Es pensar en ello y ponerme a bostezar. El día que se dramatice el encuentro para una miniserie de Netflix (ya veremos el género), se perderán la estolidez y la falta de gracia, sellos distintivos del nacionalismo catalán contemporáneo. Pero no hay público con tragaderas para una versión realista de esas ‘cumbres’. O de esas dunas. Suaves dunas de un desierto estético, moral e intelectual.

Nada de lo anterior merecería mención, y mucho menos página en ABC, si no se diera la fatalidad de un Sánchez. Ya es mala suerte. En las grandes crisis, a otros les brota un Churchill o un De Gaulle. Oiga, incluso una Merkel o un Macron, si nos ponemos a regatear. Pues a nosotros nos ha salido un Sánchez, nos ha tocado la calabaza de Kiko Ledgard, hemos sacado el palito corto. Esta racha de malas bazas, que ya va para veinte años, desafía la estocástica. Bien, exagero, con perspectiva histórica no es nada. Pero se trata de los mejores años de nuestras vidas, y hay que hacer un esfuerzo espiritual para que no los amargue la recua que empezó a desfilar con Zapatero. Seguimos en caída libre y este pozo parece no tener fondo.

He dicho mala suerte. Otros preferirán interpretarlo como la consciente y legítima decisión de la mayoría en las urnas. Como si fuera incompatible. Como si en veinte millones de decisiones no interviniera el azar. Como si la aceptación de los resultados democráticos exigiera además respeto intelectual y silencio lanar. No lo esperen. Sánchez es un presidente democrático que se alzó con su débil victoria levantando mentira sobre mentira. Que fue investido por esas minorías que odian a España y que tan fielmente retrató ayer Ayuso. Que se dejó secuestrar la voluntad y el Gobierno por chantajistas profesionales de la política, al punto de ponernos en la tesitura de escoger entre él y España. Supongo que tenemos clara la elección, ¿verdad? Miren la deriva autocrática. Por mucha perspectiva histórica que le echemos, no es normal.

Sépalo Sánchez: cada generación, mal que bien, intenta preservar la soberanía de su nación. Desde que algunas naciones aseguran la libertad de sus ciudadanos, preservarlas es doblemente obligado. Conservar el entramado de compromisos, de mutuos apoyos, de afinidades, de obligaciones cruzadas, de derechos y de garantías es un deber que entenderá cualquiera. Mantener intacta la soberanía sobre un territorio que, en todo caso, no debe menguar, es una responsabilidad que no todos admitirán porque exige más reflexión y que, en principio, no atraviesa con la misma naturalidad la facilona sensibilidad contemporánea. Hasta que la Nación, que somos todos, se tensa, se decide, se pone detrás de una bandera. Y es entonces cuando los que tanto se reían molestando al león dormido se vienen abajo. Es entonces cuando abominan del uso de los sentimientos en la política, cuando han sido ellos y solo ellos quienes nos han llevado al borde del abismo con su barato y obsceno sentimentalismo. Melindres teñidos de amenaza con los que despachaban cualquier consideración legal, histórica, ética o lógica. Mintiendo, han atizado el odio durante décadas las minorías enemigas de España. Pero en cuanto se encuentran con la horma de su zapato se presentan como fríos ilustrados. ¿Banderas? ¡Oh, ah! ¡Fascistas!

De acuerdo. Bien está que convirtamos esto, antes de que se desmande, en un frío debate. Ahora que le ven las orejas al lobo y aún huelen a trena, o se van a hacer belgas; ahora que los comunistas, en vez de rebelársenos, se nos han revelado como asociación vegetariana, acaso sea el momento de aplicarles el único tratamiento que, bien mirado, resulta admisible. Las minorías que sostienen a Sánchez comprometen nuestra existencia como nación íntegra y soberana. Si siguen con su plan, dejaremos de ser ciudadanos libres e iguales en derechos. ¿El tratamiento? Hay tres fases: primero, la ley; segundo, la ley; tercero, la ley. Sin pasiones. El Estado es la razón institucionalizada. Con minúscula, no caigamos en mitificaciones, nos pase como a Chaumette y la elevemos a Diosa.

El preámbulo del tratamiento es una pedagogía clara para con los secuestradores que, desde su insignificancia estadística, mandan en nuestro futuro aprovechando la falta de atributos del presidente. Por eso celebramos que Ayuso haya abierto la carpeta de las emergencias y haya empezado a leer.