ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

Sus presupuestos dependen de lo que decida un golpista a quien visita en prisión, en calidad de embajador, el jefe supremo del populismo

SUS socios saben exactamente lo que pretenden y no lo ocultan: Los separatistas, romper la unidad secular de España para consolidar su dominio sobre alguna de las taifas resultantes. Los populistas, arruinarla con el fin de adueñarse de sus escombros. Pero él… ¿Qué desea Pedro Sánchez? ¿Cuál es su proyecto? La respuesta se condensa en una palabra: Poder. Simple y llanamente poder, como fin en sí mismo, a costa de lo que sea. Poder personal, poltrona, arbitrio, potestas. Poder entendido como instrumento con el cual alimentar un afán de protagonismo insaciable, parejo a una egolatría enfermiza. Poder equiparable a su megalomanía.

Sus socios usan y abusan de la demagogia propia del lenguaje político, aunque en lo esencial no mienten. El presidente de la Generalitat, Torra, exhibe sin pudor alguno sus creencias supremacistas, nos llama «bestias» a quienes usamos la bellísima lengua española y alardea de sus intenciones golpistas, aunque carezca de arrestos para actuar en coherencia con lo que predica y prefiera esconderse tras las faldas de un «parlament» que, día sí día también, tira la piedra y esconde la mano. Junqueras está entre rejas, acusado de un delito de rebelión por el que podrían caerle 20 años de condena. En cuanto a Puigdemont, se dio hace tiempo a la fuga, en una demostración flagrantes de que, además de criminal (presunto), es un cobarde. Iglesias, vicepresidente en la sombra de este «gobierno Frankenstein» (Rubalcaba dixit), se regocija viendo apalear a un agente antidisturbios y manifiesta en una herrikotaberna su admiración por los terroristas de ETA, pioneros en repudiar la Constitución que Sánchez juró cumplir y hacer cumplir al «darse cuenta de que, por mucho que diga la legalidad española, hay ciertos derechos que no se pueden ejercer». El líder de Podemos, fraguado en la forja del chavismo que ha hundido Venezuela en la miseria, cabalga sin reparos la contradicción inherente a proclamarse la quintaesencia del progresismo y deber en buena parte su carrera al apoyo de los ayatolás iraníes. Él al menos va de frente y aplica sus teorías al gobierno de las ciudades sometidas a su férula, castigando duramente a los sectores productivos y dejando a la policía municipal en manos de la delincuencia, lo que explica el descenso acusado de sus siglas en todas las encuestas de intención de voto. Pero Sánchez… ¿En qué cree el presidente socialista del Ejecutivo? ¿Qué valor otorga a su palabra? Las respuestas son nada y ninguno. Su palabra vale tanto como el cum laude de «su» tesis.

Hace apenas dos años, el inquilino de La Moncloa aseguraba en una entrevista radiofónica: «Los españoles no se merecen que yo ceda al chantaje de los populistas o haga descansar la gobernabilidad de España sobre partidos independentistas.» Hoy sus presupuestos dependen de lo que decida un sedicioso catalán encarcelado bajo graves acusaciones, a quien visita en prisión el jefe supremo del populismo, en calidad de embajador, para solicitar su respaldo a unas cuentas sometidas previamente a su plácet y que consisten, como bien explicaba ayer mi vecino Ignacio Camacho, en pagar el alquiler de la residencia oficial con más impuestos arrancados a la clase media. Ninguno de sus homólogos europeos se habría prestado a semajante humillación. Y todavía tiene el cuajo de acusar a Pablo Casado y Albert Rivera de haberse radicalizado y estar alimentando a la ultradercha. Él, que se aferra al sillón con 84 míseros escaños a costa de vender su alma democrática a la extrema izquierda y al supremacismo catalán. Eso tiene un nombre, señor Sánchez. Se llama indignidad.