Editorial-El Español

La cancelación, inédita en su historia, de la última etapa de la Vuelta a España 2025 es un punto de inflexión que trasciende lo deportivo.

Pedro Sánchez no sólo ha fallado a su deber de garantizar la seguridad básica de un evento de proyección internacional, sino que ha alentado y legitimado la violencia que lo saboteó.

La Unión Ciclista Internacional (UCI) ha sido contundente en su valoración de esta irresponsabilidad:

«Lamentamos que el presidente del Gobierno español y su equipo hayan respaldado acciones realizadas en el marco de una competición deportiva que pueden obstaculizar su buen desarrollo».

Más grave aún, la UCI ha advertido que estos hechos «ponen en tela de juicio la capacidad de España para acoger grandes eventos deportivos internacionales, garantizando su buen desarrollo en condiciones de seguridad».

Con su respaldo a los manifestantes propalestinos el domingo, Sánchez contribuyó al humor caótico que desembocó en el sabotaje de la tarde.

Y, lejos de rectificar, ha redoblado este lunes la apuesta, pidiendo que «esas manifestaciones crezcan por otras partes del mundo».

Este aplauso presidencial a los violentos no es casual. Es el resultado de meses de instrumentalización del conflicto de Gaza como cortina de humo para tapar los escándalos de corrupción que acorralan a su Gobierno.

El caso Koldo, que implica a exministros y dirigentes del PSOE en una trama de comisiones millonarias, y las investigaciones que salpican a su entorno más cercano, incluida su esposa Begoña Gómez, han llevado a Sánchez a buscar la confrontación exterior para desviar la atención interior.

Condena internacional

La reacción internacional ha sido devastadora para la imagen de España. La primera ministra danesa, Mette Frederiksen, socialista como Sánchez, ha censurado públicamente a su «colega español» por «aplaudir a los gamberros».

Los medios internacionales han sido igualmente implacables.

Le Monde ha calificado lo ocurrido como «vergonzoso», mientras que L’Équipe ha descrito el «caótico final inédito».

La prensa italiana, británica y holandesa ha coincidido en señalar la incapacidad española para garantizar la seguridad.

Como titula Le Figaro, estamos ante «una vergüenza internacional que dio la vuelta al mundo».

Y es que, afanándose por marginar a Israel de las competiciones deportivas, Sánchez se está pasando de osado. Porque corre el riesgo de convertirse en un llanero solitario, pedaleando en sentido contrario al del resto de países, que si bien pueden estar dispuestos a reconocer al Estado palestino, no van a seguirle si se trata de desbaratar toda la estructura olímpica internacional.

Porque, al margen de que las circunstancias de Rusia que justifican el veto no son (al menos hoy) equiparables a las de Israel, seguir esta lógica hasta el final obligaría a expulsar igualmente de las competiciones a todos los países inmersos en una guerra o que estén acusados de violar los derechos humanos.

Como ha argumentado el exciclista y miembro de la UCI José Luis López Cerrón, «no hay sanciones contra Israel ni ningún deportista israelí, y no hay motivos por lo tanto para expulsar al equipo de La Vuelta». Y, por tanto, «no se puede pedir que el ciclismo arregle lo que no arreglan los mismos políticos».

Eventos en peligro

Las consecuencias de este desastre ya se extienden hacia el futuro inmediato.

España debe albergar en los próximos años acontecimientos de la máxima relevancia internacional: el Mundial de Fútbol de 2030, el Gran Premio de Fórmula 1 de Madrid en 2026, múltiples finales de la Champions League y grandes conciertos internacionales.

Todos estos eventos requieren garantías de seguridad que Sánchez ha demostrado ser incapaz de ofrecer. Tras lo ocurrido en La Vuelta, el «peligro» que la Policía Municipal identificó en la capacidad para «cortar calles» de los «grupos activistas» se han multiplicado exponencialmente.

La actuación de Sánchez no es fruto de la improvisación sino de un cálculo político perverso.

Consciente de que su supervivencia política depende de la tensión constante, ha convertido Gaza en su coartada.

El objetivo es claro: consolidar su liderazgo entre la izquierda antisistema europea, presentándose como el adalid de las protestas antiisraelíes mundiales.

Sin embargo, este experimento sólo puede acabar en un fracaso político para Sánchez y en uno mucho más preocupante para España y los españoles. Sánchez sólo va a conseguir aislar internacionalmente a España y comprometer su reputación como anfitrión fiable.

España paga hoy, en definitiva, el precio del sectarismo de un presidente que antepone su supervivencia política al prestigio nacional. Como ha denunciado Feijóo, Sánchez «ha inducido a un ridículo televisado en todo el mundo».

La deriva autoritaria es evidente. Cuando las instituciones no pueden garantizar ni siquiera el desarrollo normal de una competición deportiva, ¿qué confianza pueden generar para eventos de mayor envergadura?

Los veintidós policías heridos dan testimonio de un Estado que ha perdido el control de sus propias calles.