FRANCISCO ROSELL-El Mundo
Arrancando de una de las escenas de la celebrada película Sucedió una noche–aquella en la que Clark Gable se quita la camisa y, al no usar camiseta, se queda ante la cámara con el torso al aire–, el genio gallego de Julio Camba pergeña un perspicaz artículo titulado Perder hasta la camisa. En el mismo, divaga sagazmente sobre el inusitado efecto que puede desencadenar un acto aparentemente inane como el del protagonista de la oscarizada comedia del maestro Capra. Así, a raíz de su estreno en 1934, la venta de camisetas interiores cayó en picado en EEUU y arrastró a la quiebra a muchos fabricantes de una prenda cuasi inexcusable entonces. Es más, el despido de trabajadores textiles mermó la afluencia de espectadores y los productores de la cinta no obtuvieron los beneficios previstos.
El efecto dominó de aquella escena, con su concatenación de efectos inesperados, movió a la perplejidad a Camba. «No comprendo –concluía– cómo unos industriales que habitualmente se aseguran contra todo lo divino y lo humano –contra el robo, contra el incendio, contra la guerra y hasta contra la paz, tan perjudicial para muchos negocios– no se aseguran también contra las vedettes cinematográficas que pueden, con sólo un gesto, llevarlos a la ruina».
Si el ademán de Gable operó un tsunami en los manufactureros de ropa interior, al modo de las alas de la mariposas que son capaces de provocar un huracán en otra parte del mundo, otro tanto el gesto de telediario de Pedro Sánchez de acudir al rescate del barco Aquarius, cargado de inmigrantes y refugiados en aguas próximas a Italia y Malta, ante la negativa de ambos países a permitir su desembarco.
Ha sido un episodio tan aplaudido y bien apreciado por la opinión pública como lo fue por muchos de sus seguidores la escena del gran galán de la historia del celuloide, pero sus inesperadas consecuencias han aparecido igualmente al momento, como para los lenceros masculinos, hasta transformar su audacia en una temeridad.
Del mismo modo que la negativa de Zapatero a levantarse al paso de la bandera de EEUU, a diferencia de Aznar presente también en el desfile militar, le ganó las portadas del día siguiente y los votos de la mayoría que se oponía a la guerra de Irak, pero le hipotecó su diplomacia durante todo su mandato, otro tanto puede sucederle a Sánchez con la política migratoria siguiendo su estela para ensanchar sus magros apoyos electorales.
A ello contribuye que no haya otro campo donde los gestos jueguen un papel tan primordial, sobreponiéndose a valores, convicciones y principios, como el de la política. Mucho más para el político de nuestros días aspirante a galán de la actual civilización del espectáculo, donde espectadores con memoria de pez viven prendidos a la novedad permanente.
Ocurrió, en efecto, con los socialistas durante la Presidencia de Zapatero y está volviendo a serlo en estos inicios de andadura de Sánchez en temas que tienen que ver con la prodigalidad en el gasto público o en la memoria histórica –un vicio y una obsesión, respectivamente–, así como en el de la emigración, donde Sánchez puede repetir una década después los mismos errores en los que incurrió Zapatero a su llegada al Palacio de la Moncloa.
Como los gestos no se pueden aislar de sus consecuencias y pueden llevar a «perder hasta la camisa», como en el referido artículo de Camba, es lo que acaece con la bienintencionada decisión de Pedro Sánchez de ir al rescate del buque de emigrantes socorridos por el buque Aquarius.
Al abrirle el puerto de Valencia y acoger a estos emigrantes y exiliados, Sánchez no ha hecho otra cosa que reforzar la política xenófoba y racista del populismo que gobierna Italia desde hace unas semanas. Su imprudencia les ha reafirmado en sus prejuicios ante sus electores, en el sentido de que sí se puede contener la emigración clandestina. Lanza, de paso, un mensaje a las mafias del tráfico de personas sobre España como puerto franco para el comercio de personas.
Ello coadyuva a la implantación en España de partidos del corte ultra como los que gobiernan Italia o supeditan las políticas de países como Alemania o Austria. Sus tres ministros del Interior acaban de constituir un Eje contra la emigración que rememora los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial y que socava los cimientos de una Unión Europea atenazada por el nacionalismo y por una errada política inmigratoria que está rompiendo el proyecto comunitario. En definitiva, este afloramiento de grupos xenófobos se adueña del gobierno de países, condiciona políticas o directamente las quiebran (Brexit).
Antes de que los náufragos recogidos por el barco de Médicos Sin Fronteras, luego distribuidos en tres embarcaciones de la Armada italiana, hayan recalado en el puerto de Valencia, ya se aprecian de manera ostensible. Yendo en busca del Aquarius, cuando ininterrumpidamente no dejan de llegar inmigrantes por el Estrecho de Gibraltar por medio de cualquier artilugio náutico, se echa por tierra toda la estrategia de contención de la emigración ilegal que viene por el Norte de África con la colaboración de países como Marruecos o Mauritania. Sus mandatarios pueden cuestionarse qué sentido tiene esa cooperación con un país que va a buscar emigrantes a otros países.
Ítem más, su fútil ministro del Interior, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, cual criatura ministerial que desconoce la realidad de las cosas, mirándolas con las anteojeras de sus prejuicios ideológicos, declara que va a cambiar las vallas de Ceuta y Melilla por verjas de solidaridad. En este sentido, Grande-Marlaska obra contra la política de los gobiernos anteriores, incluidos los socialistas, que adoptaron tales medidas después de escarmenar en cabeza propia.
Como era de esperar, Marruecos, cuyo esfuerzo con relación a la emigración ilegal hay que valorar, pese a los muchos peros que se le pueden y deben poner a esa contribución, al acostumbrar a usarla como válvula de presión a España, ya le mandó este viernes su primer aviso a Sánchez tolerando una oleada de pateras a la espera de ese viaje suyo a Rabat con el que todo presidente estrena su mandato.
No se le puede pedir a los gobiernos ajenos que hagan por los españoles aquello que su propio Gobierno ni hace ni está dispuesto a hacer. Marruecos, además, parece poco interesado en cerrar el aliviadero que supone para su difícil situación económica esta nueva forma de esclavitud. Mucho más cuando se suma a la presión demográfica interna aquella otra ejercida por la llegada de los parias del África subsahariana, cuya permanencia está creando problemas añadidos. Aun en medio de la miseria reinante, la situación de estos emigrantes mejora relativamente con relación a sus países de origen, aunque Marruecos no suba sus niveles de renta ni remita sus tasas de analfabetismo.
Todas estas circunstancias constituyen el germen de cultivo de los grupos islamistas, sobre los que domina la organización Justicia y Caridad, dotada de una amplia red asistencial que atiende a los sectores más desguarnecidos, y que puede suponer un elemento eventualmente desestabilizador en una zona clave. La ministra de Defensa, Margarita Robles, debiera propiciar un conciliábulo de jueces con su colega por partida doble de Interior y advertirle de los riesgos de destapar alegre y distraídamente la Caja de Pandora de la Emigración.
Claro que todo es susceptible de mejora –uso de concertinas en las vallas fronterizas incluido–, pero no trasladar un mensaje en el que pareciera que las alambradas fueran a ser sustituidas con carteles de bienvenida como los que algunos ayuntamientos podemitas cuelgan en las balconadas de las casas consistoriales, mientras se deja inermes –repartiendo flores– a los policías y guardias civiles de las ciudades autónomas norteafricanas. Si eso no constituye un efecto llamada, que Dios le mejore la vista (o más bien las entendederas) al Gobierno.
A lo que a este respecto hace, no parece saber lo que tienen entre manos. Además, hace gala de un profundo desconocimiento de la realidad española –cada semana entran pateras con mayor número de emigrantes que el Aquarius– y de su complicada situación geoestratégica. ¡Cómo para darle facilidades a los traficantes de seres humanos! De buenos sentimientos se alfombra el tráfico ilegal de seres humanos y se les llena la cartera a los clanes mafiosos. Hay, en definitiva, remedios falsos que resultan peores que la enfermedad que dicen sanar.
Con su política de probaturas y titubeos, el ex presidente Zapatero, a cuya rueda parece circular Sánchez, desató –conviene recordarlo– un efecto llamada capaz de atraer hasta cargueros de Sierra Leona con 500 inmigrantes apretujados en sus hediondas bodegas. Hubo de destituir en 2008 al ejecutor de aquella política, el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Jesús Caldera. Hasta su defenestración y condena al ostracismo, Caldera había sido su colaborador más estrecho y artífice de su consagración en el cónclave socialista en el que Bono entró como Papa y salió sin la tiara que ciñeron las sienes ajenas del imprevisto nuevo sumo pontífice.
Aquella desatinada política suya del «¡Papeles para todos!» incrementó la llegada de inmigrantes por la puerta del Estrecho de Gibraltar con los más variados cachivaches flotantes. Con la puntualidad de un ferry, las pateras iban alcanzando la orilla, donde los hijos de la pobreza no se liberaban de su carga, sino que –en todo caso– franquearon otra puerta de ese interminable laberinto del que difícilmente resulta escapar, resignados a la fatalidad de haber nacido en lugar erróneo y en hora nada propicia.
Ante la inmigración, es difícil poner puertas al campo sin duda. Pero es absolutamente suicida avivar el fuego improvisando normas y modos de actuación. Lejos de desalentar a las mafias, dejan en sus manos el timón. Si periódicamente se legaliza lo que antes se declaró incompatible con la ley, se traslada a aquéllos que quebrantan las normas del Estado de derecho un mensaje sumamente alentador para sus expectativas de negocio en su execrable condición de mercaderes de personas. De manera tan estúpida como suicida, mientras el resto de Europa endurecía sus reglas, las mafias percibían a la España de Zapatero –y hoy atisban con Sánchez– como coladero inmejorable de inmigrantes que luego, si lo desean y pueden, se adentran al interior europeo tratando de mejorar sus condiciones de vida.
España ha cimentado su civilización gracias a las migraciones y debe seguir haciéndolo. Pero facilitando la integración y evitando el desarraigo de los recién llegados, si se quiere preservar la convivencia. Sus gobernantes han de impedir los movimientos migratorios anárquicos y que la instalación del emigrante dependa sólo de su decisión unilateral. Un Estado no puede tolerar que los inmigrantes permanezcan al margen de la ley a la espera de que surja la ocasión de que ceda el Gobierno y legalice su situación, a merced de mafias y aprovechados sin escrúpulo.
Ante un reto de imprevisibles consecuencias y que tan graves contratiempos generó en la Europa de entreguerras, sería un desatino que el PSOE tuviera la tentación y cometiera el error de tratar de consolidarse en el Gobierno zascandileando con una política inmigratoria que favoreciera la aparición de algún grupo xenófobo a la derecha del PP con la esperanza de resquebrajar al electorado rival y disminuir sus posibilidades.
Debiera recordar que Marine Le Pen, como antes su padre, se alimenta de los barrios populares que antaño fueron caladeros tradicionales de la izquierda y como, al final, el PSF tuvo que taparse la nariz para votar a Chirac en las presidenciales de 2002. El líder xenófobo se plantó como sorprendente finalista, por encima del candidato socialista. Luego ha vuelto a repetirse la jugada en las últimas presidenciales en derredor de Macron frente a Marine Le Pen. Un juego peligroso, pero tentador para algún aprendiz de brujo que ignora estar encendiendo su propia pira funeraria. Ya se sabe, parafraseando a Heráclito, que la realidad tiende a ocultarse a los ojos de los hombres, acostumbrados a ver a través del pie forzado de lo que a uno le falta.