Ignacio Varela-El Confidencial
- Sánchez y sus acólitos alardean constantemente de que esta crisis se está manejando de forma totalmente opuesta a la de 2008. Pero se multiplican los síntomas de que está siendo víctima del mismo ataque de ceguera voluntaria
Nadie escarmienta en cabeza ajena, dice el refrán. El presidente Zapatero no fue el causante de la crisis financiera que en 2008 asoló la economía mundial, nos metió en una recesión de varios años y encaminó a una generación entera a la precariedad vital. Pero sí fue personalmente responsable de una decisión fatal: obcecarse en no admitir la existencia y la dimensión de la crisis. Recuerdo el congreso del PSOE de julio de 2008. Los redactores de las resoluciones sudaron tinta para redactar 164 páginas sin que en ellas apareciera ni una sola vez la palabra ‘crisis’. La orden del mando fue tajante: el término debía quedar proscrito hasta nueva orden.
La fase de negación duró casi dos años. Cuando la realidad era ya inocultable, el Consejo de Ministros comenzó a aprobar convulsivamente sucesivos ‘paquetes de medidas’ a los que se atribuían propiedades reconstituyentes, como si se tratara de la poción mágica de Astérix; cada uno resultó más inútil que el anterior. En esa legislatura se ensayaron cinco crisis de Gobierno, supuestamente destinadas a ‘relanzar’ la acción del Ejecutivo. Nos familiarizamos con expresiones hasta entonces desconocidas como la prima de riesgo, de la que todo el mundo hablaba sin saber de quién era prima y cuál era exactamente el riesgo. Cada semana fingía verse un brote verde sobre el campo de cenizas.
Todos sabíamos que estábamos en una crisis brutal. Pero los españoles no tuvimos conocimiento formal de ello, por boca del presidente del Gobierno, hasta aquella sesión dramática en el Congreso del 10 de mayo de 2010, en que Zapatero arrió todas las banderas e hizo, al fin, lo que debería haber hecho mucho antes: mostrar la verdadera dimensión de la crisis, sin disfraces ni excusas, y poner sobre la mesa, casi en el tiempo de descuento, las muy desagradables decisiones que hubo que tomar para evitar la bancarrota y el abismo del rescate.
La expiación llegó doblemente tarde. Tarde para él y su partido, que no se libraron de una durísima reprensión en las elecciones del año siguiente. Y tarde para España, porque, entre demoras y regates, se había causado un daño muy superior al que padecieron otros países. Cuando el responsable gritó «¡fuego!», el incendio ya se había expandido por todo el local. Todavía duelen en la sociedad española las quemaduras de aquel incendio.
El presidente Sánchez y sus acólitos alardean constantemente de que esta crisis se está manejando de forma totalmente opuesta a la de 2008 (lo proclaman, por cierto, como si el partido que gobernaba entonces no tuviera nada que ver con ellos). Pero se multiplican los síntomas de que está siendo víctima del mismo ataque de ceguera voluntaria que padeció entonces Zapatero. Si es así, el castigo será aún peor que el de entonces, porque la historia demuestra que no hay nada tan destructivo políticamente como una espiral inflacionaria sostenida.
Sánchez, sus vicepresidentas y sus ministros saben perfectamente que la inflación define el escenario en el que vamos a habitar, al menos, durante el resto del año y parte del siguiente. Que si el tumor inicial se alojó en los precios de la energía, ya ha hecho metástasis y se ha trasladado a toda la cadena de precios, afectando a muchos productos de primera necesidad. Saben que la guerra de Ucrania agudizó la crisis, pero ni esta empezó el día en que Putin invadió el país vecino ni desaparecerá como por ensalmo en el improbable caso de que la paz llegue a corto plazo.
Sabe también el presidente del Gobierno que falta muy poco para que se decrete para toda Europa una política de lucha contra la inflación como prioridad absoluta, lo que implicará necesariamente recortes drásticos en el gasto de los poderes públicos, en los ingresos de las familias y en los beneficios de las empresas; y que ello sucederá por las buenas (mediante un pacto de rentas que se asemeje al de la Moncloa de 1977) o por las malas. Que el Banco Central Europeo está a punto de retirar el dopaje de las compras masivas de deuda. Que los tiempos de los tipos de interés negativos tocaron a su fin.
El Gobierno sabe, pero lo oculta, que el empleo de los fondos europeos está resultando un fiasco escandaloso. La muy ineficiente burocracia gubernamental no ha sido capaz de ejecutar ni el 15% del dinero recibido, y la segunda entrega corre serio peligro, salvo que España presente en Bruselas proyectos serios respaldados por unas cuentas adecentadas y unos presupuestos despojados de gasto manirroto y demagogia populista.
Pedro y Yolanda son igualmente conscientes de que no podrán subir las pensiones en 2023 al ritmo de los precios, ni garantizar a los empleados públicos el mantenimiento del poder adquisitivo de sus salarios, ni impedir que los convenios colectivos se negocien a la baja respecto al IPC. Entre jubilados y empleados públicos, en España hay casi 14 millones de personas cuyas pensiones y salarios consumen la friolera de 320.000 millones de euros. Que alguien haga la cuenta de lo que supondría meter a esa cifra colosal una subida del 7%, que, según los expertos fiables, será la inflación más verosímil al terminar el año.
Saben, por último, que quizás estemos a las puertas de una carencia masiva de suministros de supervivencia en los países más pobres del continente africano, lo que previsiblemente desembocaría en una nueva oleada migratoria sobre Europa, de difícil digestión.
Lo saben, pero les falta lo más esencial: el coraje y la honestidad de contárselo al país y actuar en consecuencia antes de que sea demasiado tarde. Pedro Sánchez no ha traído la inflación a España ni ha provocado la guerra de Ucrania, pero, si se empeña en seguir fantaseando con el ‘milagro español’, él será el primer responsable de que los efectos de esas calamidades golpeen a los españoles con dureza inusitada. Esa factura no se elude jaleando a Vox, que parece ser ya el último recurso del timador.
La multicrisis ha cambiado radicalmente la agenda de los gobiernos europeos. Y ahora es cuando aparece con toda su crudeza el mal de origen de esta legislatura: la coalición de gobierno que Sánchez montó y la mayoría parlamentaria en que se ha apoyado hasta ahora son, por excéntricas, intrínsecamente inadecuadas para la tarea que tendría que estar realizando España desde antes de ayer. De hecho, el simple enunciado de un programa semejante haría saltar por los aires una alianza política engendrada para hacer todo lo contrario de lo que toca hacer. Por eso este presidente ni siquiera puede plantearse un 10 de mayo: él mismo se ha condenado a prolongar la farsa hasta el final.
Lo malo no es el viacrucis electoral que espera al partido de Sánchez (primera estación, 19 de junio en Andalucía), sino el calvario que Sánchez hará pasar a los españoles si persiste —que persistirá— en emular el ‘error Zapatero’.