EDITORIAL-EL DEBATE

  • La publicación de la Ley de Amnistía y el pacto de los separatistas en Cataluña convierte al presidente en la peor amenaza para España

La publicación de la inconstitucional Ley de Amnistía en el BOE remata la rendición de Pedro Sánchez ante el independentismo delictivo catalán y obedece, en exclusiva, al obsceno cambalache de favores entre las partes, unos para conseguir el poder, otros para obtener la impunidad.

Que el mismo Rey cuyo discurso fue decisivo para frenar la asonada de 2017 se vea obligado constitucionalmente a sancionar este engendro resume su perversa naturaleza y lo coloca en el lugar correspondiente: en el de la peor corrupción política conocida en España nunca, pues consagra la compra pública del voto de algunos diputados a cambio, nada menos, de legislar al dictado de delincuentes y a costa de la ley de leyes, que es la Carta Magna.

Todo ello se ha querido justificar en una supuesta apuesta por la reconciliación, un artificio retórico para tratar de esconder a duras penas el negocio que ha hecho presidente a Sánchez a cambio no solo de dejar impunes a los cabecillas del «procès», sino de acelerar y legitimar los planes que los llevaron a la cárcel o a la fuga.

Nadie con un ápice de decencia política e intelectual pudo suscribir esa coartada, pero hasta los más devotos de las trampas de Sánchez tendrán que reconocer ya la falacia al ver sus consecuencias: el separatismo se ha puesto de acuerdo para controlar el Parlamento de Cataluña, situando en su Presidencia a un indultado de delitos condenados en el Tribunal Supremo, Josep Rull.

Ese pacto entre Junts, ERC y las CUP puede prologar otro para situar al frente de la Generalitat a Carles Puigdemont, a quien parece separarle más de esa meta la previsible respuesta judicial contra la amnistía que la resistencia del PSOE a evitarlo: por mucha propaganda que despliegue al respecto de la negativa socialista a permitir una alternativa a Salvador Illa, lo cierto es que Sánchez ha derribado una a una todas las barreras que alejaban al prófugo de un retorno triunfante.

Y que esa posibilidad exista, sea a finales de junio, en agosto o incluso tras una repetición electoral, obedece a una única razón: Sánchez aceptó ser presidente del Gobierno gracias a Junts y dejará de serlo si menosprecia, engaña o desatiende todas las exigencias que Junts le traslade.

El chantaje nacionalista no es una novedad, pero lo es que se acepte desde la más absoluta falta de escrúpulos, asumiendo con ello una tarea de destrucción del Estado de derecho de la que Sánchez es cómplice, cuando no inductor. Y que ya es irremediable, ocurra lo que ocurra con la investidura.

Porque el daño ya está hecho y perdurará, al haberse asumido el relato de la represión de España y avalado los postulados secesionistas, sustentados en una historia falsa, unos objetivos ilegales y unos procedimientos para lograrlos simplemente ilegales.

Sánchez ha blanqueado todo eso, como lo ha hecho en el caso vasco con Bildu, dejando una herencia para el futuro de consecuencias devastadoras, con las herramientas defensivas del Estado muy debilitadas y las ideas y métodos de los insurgentes de algún modo legalizadas.

Si el separatismo no logra cubrir ahora sus expectativas desde la extorsión a un Gobierno de coalición roto y expuesto a las inclemencias, lo intentará al futuro por las bravas, con un equipaje de leyes a su favor que dificultarán la réplica constitucional oportuna.

Porque Sánchez no solo ha indultado a delincuentes y amnistiado sus delitos: además, y esto es lo peor, ha cargado de razones, instrumentos y recursos sus deplorables objetivos, dividiendo a la sociedad catalana, enfrentando a la española en su conjunto y consintiendo que las leyes sean papel mojado frente a los abusos.