Ignacio Varela-El Confidencial
- La extraña criatura trae el veredicto final inscrito en la partida de nacimiento. Su forma de ejercer el poder ha sido la confirmación de sus vicios de origen, que ahora se manifiestan en cascada y de forma explosiva
El paradisíaco año 2022 que el oficialismo esperaba para perpetuarse en el poder va cambiando de aspecto, hasta el punto de que podría devenir el ‘annus horribilis’ del sanchismo. Bastaría para ello con que cristalicen y coincidan algunas de las amenazas que se están incubando (en algunos casos, como la crisis energética y la inflación, ya han hecho acto de presencia).
Una fórmula de gobierno tan excéntrica y antinatural como la que sostiene a Sánchez permite alcanzar el poder y mantenerlo durante un tiempo. Pero, finalmente, las contradicciones ínsitas al artefacto que lo propulsa van acumulándose y, en el contacto con una realidad que también se ha hecho extrema, estallan en cadena e inutilizan por completo el instrumento. Es como llenar de gasolina el depósito de un coche diésel o viceversa: se avanza un trecho, hasta que el motor colapsa y el vehículo queda para chatarra.
Ese es, en síntesis, el panorama que acecha al sanchismo. La extraña criatura —nacida de la amalgama de una fuerza institucional y sistémica con todos los elementos contrainstitucionales y antisistema de nuestro universo político— trae el veredicto final inscrito en la partida de nacimiento. Su forma de ejercer el poder ha sido la confirmación de sus vicios de origen, que ahora se manifiestan en cascada y de forma explosiva.
Las coaliciones de gobierno que funcionan tienden a ser colaborativas: dos o más partidos deciden trabajar juntos para hacer avanzar el país, asumiendo que hay entre ellos fundamentos compartidos (por ejemplo, la lealtad a la Constitución) y con un programa de gobierno realizable. Ninguna de esas condiciones se da en la mayoría sanchista. Nació como alianza negativa, cosida únicamente por la ocasión de echar a Rajoy. Y ahora funciona más bien como una asociación extractiva: lo importante para sus componentes no es lo que puedan hacer juntos, sino lo que esperan arrancar de los otros.
Sánchez obtiene de sus socios de ocasión los votos que necesita para permanecer en la Moncloa. Ese es su único beneficio extractivo, pero es el que le importa. Todo lo demás es resistir y/o regatear a sus peligrosos compañeros de viaje. Unidas Podemos consigue una vía de acceso al poder que jamás alcanzaría con su fuerza menguante. Además, la palanca para obligar al PSOE a realizar las políticas populistas que no haría si gobernara en solitario. Los nacionalistas consiguen innumerables beneficios materiales, un trato deferente para sus territorios y, sobre todo, una amplia autopista para avanzar en su designio secesionista sin que les pongan obstáculos insalvables desde el poder del Estado (al menos, no desde el poder ejecutivo).
Es un caso de secuestro político recíproco a varias bandas, una coalición de rehenes. En esa coyunda, todos buscan saquear al socio y es mucho más lo que esperan obtener en beneficio propio que lo que están dispuestos a ofrecer al procomún. No hay fundamento ni objetivo compartido. Y no puede haber un proyecto para el país cuando, para empezar, varios de sus miembros no tienen otro propósito que desmembrar el país. La coalición es tan fuerte como lo sea la expectativa de ganancia propia, y se debilita mortalmente cuando la realidad se convierte en amenaza existencial. Es lo que le está pasando al partido de Sánchez.
El presidente debe estar añorando a Iglesias. Este le planteaba pulsos tan espectaculares como inanes, y le hacía de pararrayos permitiéndole aparecer como el guardés moderado que controla al agresivo mastín. Además, su desconocimiento de las políticas públicas ahorraba enojosas negociaciones sobre la letra pequeña. Pablo, desengañado de las urnas, ya solo aspiraba a retener su cuota de poder y en los consejos de ministros disertaba sobre propaganda, que es de lo que sabe.
Yolanda Díaz es todo lo contrario. Para empezar, tiene la costumbre de estudiarse los dosieres. Le interesan los triunfos políticos sustantivos, no solo los aparenciales. Ha encontrado el modo de convertir cada pulso en una baza ganadora para ella y perdedora para su socio. La contrarreforma laboral es un ejemplo de libro: además de que juegan a su favor el programa de la investidura, las toneladas de demagogia empleadas durante años por el PSOE sobre ese asunto y la alergia presidencial a las manchas sobre Su Persona, ella ha logrado crear el marco en el que cualquier salida que se le dé al problema le favorece. Si finalmente el Gobierno presenta algo que se aproxime a su posición, habrá triunfado. Si no lo hace, será un juego de niños presentar al PSOE como traidor a sus compromisos con los trabajadores. Para colmo, tiene en el bolsillo a los sindicatos, una auténtica desgracia para un presidente socialista.
A medida que se aproxima la hora de hacer honor a las condiciones y exigencias que los fondos europeos traen aparejadas desde el primer día y el panorama económico se ensombrece, Sánchez se ve sistemáticamente obligado a elegir entre Ione Belarra y Ursula von der Leyen. Su dilema actual se formula así: todo lo que tendría que hacer para gobernar en situación económica adversa y para ganar las elecciones pone en peligro inmediato las alianzas que lo mantienen en el poder. Y todo lo que le exigen sus aliados es veneno para gestionar la realidad y también para su perspectiva electoral. Unos meses más y hasta el dilema se habrá esfumado.
Es probable que consiga salvar el presupuesto, pero la factura que le presentarán podemitas y nacionalistas será gigantesca. Y además estentórea, que se note que el tipo pasa por las horcas caudinas y paga cada voto a precio de pelo de elefante. Todo para encontrarse con un presupuesto obsoleto, completamente desbordado por la realidad y plagado de compromisos que serán ‘incumplibles’ con un crecimiento económico raquítico y una inflación desbocada. Mientras, en Bruselas observan. Y en la España interior, también.
Entre las cosas que un Gobierno no puede resistir en un régimen de opinión pública, está la combinación de una crisis energética, una de suministros básicos y una escalada sostenida de los precios. Los intentos de convencernos de que esos fenómenos son pasajeros resultan ya patéticos. Como mínimo, nos acompañarán en lo que le quede a la legislatura.
Es imposible predecir cómo será la convulsión social si una parte de la población tiene que empezar a ducharse con agua fría en pleno invierno, algunas industrias se paralizan por falta de materiales, las estanterías de algunos establecimientos comienzan a vaciarse o las compras navideñas se convierten en un infierno por los precios y por el desabastecimiento. Todo ello, después de haber alentado durante meses un optimismo desenfrenado.
Como ciudadano español, deseo que nada de eso ocurra. Pero si sucede, habrá que estar atentos a las encuestas de enero y a los movimientos sísmicos que se desencadenen en la galaxia sanchista.