Pedro Sánchez está lejos del espíritu de Ermua, nacido de los cientos de miles de ciudadanos con las manos blancas que marcharon por las calles de España contra ETA tras el secuestro y ejecución de Miguel Ángel Blanco hace 25 años. Un crimen que, como bien recordó Felipe VI en el homenaje, “marcó nuestra vida democrática” y provocó que todos los españoles se sintieran “una misma familia” contra la barbarie terrorista.
Las intervenciones de uno y otro no soportan comparación. A la emoción viva en la voz del monarca le sucedió la inverosimilitud del verbo del presidente, que recurrió a su socorrido manual de contorsionismo retórico, y al tiempo que apeló a la “huella imborrable” y a la «unidad» en torno a Miguel Ángel Blanco, reivindicó que “Euskadi y España” sean ya “países libres y en paz”.
No puede ser una combinación menos oportuna. Sánchez homologó una y otra como dos naciones separadas, igual que ambicionaban los verdugos de Blanco, y puede interpretarse que incluso enfrentadas.
Nadie podrá convencer a la opinión pública a estas alturas de que lo hizo gobernado por la ingenuidad o por descuido. Mucho menos con el debate de la nación a las puertas, con la imperiosa necesidad de Sánchez de sellar las simpatías de los independentistas catalanes y vascos en lo que quede de legislatura, y con su historial de alianzas sobre la mesa.
Porque Sánchez no se aparta únicamente de palabra del espíritu de Ermua. También lo hace de obra. Contrastan profundamente las apelaciones del presidente del Gobierno al espíritu de Ermua y a la memoria de Miguel Ángel Blanco con sus proyectos comunes con Bildu, a los que a su vez homologó al resto de formaciones parlamentarias (a excepción de Vox).
Borrado de las víctimas
La intervención de Pedro Sánchez conduce sin remedio a varias preguntas. ¿Con qué gesto defenderá el pacto con Bildu en la redacción de la Ley de Memoria Democrática? ¿Con qué arrojo promoverá la descalificación de la Transición, extendiendo el franquismo hasta 1983, de la mano de quienes pretendieron el sabotaje de la democracia y vitorean con pasión a los asesinos?
¿Cómo justificará ante las viudas y los huérfanos, ante los cientos de familias condenadas a la miseria, el blanqueamiento institucional de ETA en cooperación con militantes, propagandistas y simpatizantes de su legado?
Si el corazón de Sánchez estuviera con las víctimas, jamás allanaría el terreno a los enemigos de su recuerdo. Y lo que es peor: no lo haría en un tiempo en el que cuatro de cada diez jóvenes son incapaces de identificar a Miguel Ángel Blanco, y en el que el 68% de los menores de 35 años niega haber estudiado el terrorismo de ETA en la escuela. Ni siquiera el actor más experimentado convencería a su público de lo contrario.