Ignacio Varela-El Confidencial
Sánchez encuentra las esquinas del conflicto para expandir su espacio de poder, hacerse imprescindible y generar dependencias hacia él. Es la lógica del sometimiento que domina como pocos
Eso exactamente ha hecho con motivo del destierro de Juan Carlos I. Este presidente tiene que compartir el poder con dos personas: en lo institucional con el jefe del Estado y en lo político con su socio de coalición. La crisis del Rey emérito le ha ofrecido la circunstancia precisa para debilitar a ambos en su beneficio y, además, hacerlos más dependientes de él. Este jueves Pablo Pombo analizaba aquí la muy sofisticada gestión de crisis diseñada en Zarzuela para reducir el daño de este destrozo institucional. El plan expansivo de Moncloa no se ha quedado atrás en su alambicada ejecución.
Empecemos por el rey Felipe. La fórmula alcanzada es el producto de una dificilísima negociación entre él y su padre. El Rey no deseaba de ningún modo ser él quien expulsara del país a su antecesor. Primero, porque tal cosa no podría hacerse sin consentimiento del afectado. Segundo, porque habría sido un agravio insoportable para muchas personas importantes que se sienten ligadas biográfica y sentimentalmente al viejo Rey y a quienes Felipe VI respeta y considera. Tercero, porque bastante coste asumió cuando tuvo que repudiarlo públicamente hace unos meses.
Era necesario que alguien ejerciera presión suficiente para hacer sentir a don Juan Carlos que el paso era inevitable. Ahí olió Sánchez la oportunidad. Su plan fue simple: máxima dureza con el padre y, posteriormente, respaldo institucional al hijo. Dos favores en uno. Actuó con eficacia y, de resultas de ello, Juan Carlos I salió de España convencido de que, sin mediar la presión del Gobierno, el destierro podría haberse evitado. Sánchez solo paga por ello el odio eterno del residual juancarlismo socialista, pero eso ya lo tenía consolidado y amortizado.
Salta a la vista que su condición fue terminante: ser interlocutor único en la esfera política, con exclusión de cualquier otro. Lo que llama la atención no es que el presidente no haya llamado al líder de la oposición para hacerle partícipe de lo que se gestaba, sino que tampoco lo haya hecho la Zarzuela. Sin duda, alguien disuadió a la Casa Real de un gesto que, en otras circunstancias, resultaría obligatorio.
El balance político está a la vista: por un lado, los analistas coinciden en que el futuro de la monarquía depende, más que nunca, de lo que haga el Partido Socialista. Por otro, el Rey ha quedado debilitado en su autoridad política y moral. Con un presidente del Gobierno que le raciona el oxígeno. Con la familia hecha trizas y una ofensiva colosal de las fuerzas destituyentes contra él y la institución que representa. Maniatado mientras el país se desangra. Si mañana se repitiera la insurrección en Cataluña, Felipe VI no podría hacer una intervención decisiva como la del 3 de octubre de 2017. Eso que gana Sánchez y pierde España.
Vamos con Pablo Iglesias. Un socio en estado de decaimiento. Sin partido, sin confluencias, sin votantes y sin prestigio. Con una negrísima perspectiva electoral. Un hombre colgado de un cargo, obligado a comerse una política económica con la que no comulga y con aliados a los que no soporta; y necesitado de reverdecer viejas arengas para volver a despertar alguna pasión en sus mustios seguidores.
La crisis de la monarquía le ha dado la ocasión de hacerlo. Se enteró de la noticia por la prensa, sacó del desván el uniforme verde oliva y salió a gritar abajo los Borbones y viva la confederación de repúblicas ibéricas. Con ello viola la promesa de lealtad al Rey que formuló al tomar posesión de su cargo y, al hacerlo desde la vicepresidencia del Gobierno, se aproxima peligrosamente a un acto sedicioso, pero sabe que tiene patente de corso.
Sánchez se lo permite porque de ello obtiene un doble beneficio. Por un lado, el proceso de normalización institucional de Podemos, su avance a la respetabilidad, se ha ido al garete. Iglesias sale de este episodio señalado con el infamante estigma de la DIM (Deslealtad Institucional Máxima). El mayor enemigo del sistema dentro del sistema. Por otro, hasta los más recelosos hacia Sánchez empiezan a verlo como mal menor, el único que puede domar y frenar a su socio desestabilizador. El rostro serio y responsable del Gobierno frente a la fiereza de su aliado. Línea y bingo en un mismo cartón.
El comportamiento aparentemente insubordinado de Iglesias tendría sentido como inicio de un plan de desmarque conducente a romper la coalición y saltar del barco cuando la crisis económica arrecie y haya que prescribir al país dosis masivas de aceite de ricino. Pero no es el caso. Si sale del Gobierno, Iglesias no tiene a dónde ir. Su único horizonte es pegarse a Sánchez como una lapa y esperar que este lo siga necesitando en 2023. Ocho años en el poder a cambio de unas cuantas humillaciones no parece mal negocio, siempre que se le consienta seguir barbarizando de vez en cuando para mantener enhiesto el pabellón.
Sostiene Sánchez que “el Gobierno que yo presido considera vigente el pacto constitucional”. Gracias, presidente, por su generosa concesión, pero eso precisa un matiz. Es el PSOE quien está comprometido con el pacto constitucional. Lo que vincula objetivamente al Gobierno es la Constitución misma, la fuerza de la ley en su grado máximo. Y ese vínculo no es volitivo ni un presidente puede disponer de él a su albedrío.
El olfato de Sánchez le ha indicado que, en esta ocasión, la forma de fortalecer su poder era contribuir al designio del Rey y después presentar al cobro la factura. Pero tratándose de quien se trata, todo el mundo sabe que, si en algún momento el radar le señala una dirección distinta, la seguirá con igual determinación y la misma soltura de cuerpo. Lo tiene acreditado.