Isabel San Sebastián-ABC

  • Pedir perdón por el suicidio de un terrorista preso es impropio de un dirigente que aspira a ser respetado

Que el presidente del Gobierno de España se deshaga en lamentos y explicaciones públicas por el suicidio de un terrorista encarcelado constituye una humillación sin parangón en el mundo democrático. ¿Se imagina alguien a Merkel, Macron o Conte haciendo lo propio? No. La idea misma resultaría inconcebible para cualquiera de estos mandatarios, revestidos de la dignidad que se echa a faltar en el nuestro. Claro que ellos no deben sus cargos a un partido heredero de una banda criminal, beneficiario directo de sus casi mil asesinatos, ni mendigan el «sí» de esos diputados para sacar adelante sus presupuestos. Ellos, Macron, Conte o Merkel, no tolerarían en sus parlamentos la presencia de un grupo como Bildu, cuya vinculación con ETA es tan estrecha que se erige en portavoz de sus presos. («Presos vascos», dijo el líder socialista, en un eufemismo infecto.) Ellos no ensuciarían sus democracias otorgando plena legitimidad a una formación que jamás ha condenado los tiros en la nuca empleados durante décadas por su ramal de la capucha para eliminar la competencia en sus circunscripciones electorales. Ellos jamás aceptarían el respaldo de esa gentuza con las manos manchadas de sangre.

Pedro Sánchez se mostró solemne y contrito este martes, en el Senado, al dirigirse al representante de Bildu para expresar cuán «profundamente lamenta» la muerte de Igor González, condenado por pertenencia a la organización terrorista, que cumplía su pena en la prisión donostiarra de Martutene después de haber sido acercado a casa, como tantos otros pistoleros a sueldo de la serpiente a raíz del mal llamado «proceso de paz» iniciado por Zapatero. El tal González se quitó la vida por voluntad propia; nadie se la arrebató a traición, tal como hicieron los suyos con ochocientos veintinueve inocentes abatidos por la espalda. El tal González gozaba de unas condiciones de reclusión incomparablemente mejores que las que infligieron sus colegas a José Antonio Ortega Lara, encerrado en un infecto zulo durante quinientos treinta y dos días. El tal González se había beneficiado de todas las garantías que ofrece un Estado de Derecho como el nuestro (cuyo pecado, si acaso, es velar en exceso por el delincuente en detrimento de la víctima), pese a lo cual el jefe del Ejecutivo dedicó varios minutos a justificarse ante el senador bildutarra asegurando que aquí la política penitenciaria se basa en «un estricto respeto a los derechos humanos» ajeno al «afán de venganza» y la «violencia» que denuncian desde las filas tributarias del legado etarra. Respondía así a las acusaciones de ese otro terrorista reconvertido en líder político, Arnaldo Otegui, alias «Gordo», secuestrador consumado y asesino en grado de tentativa, que el pasado sábado se había permitido aleccionarnos desde Guernica afirmando que «mientras no desaparezca la violencia de Estado difícilmente se podrá hablar de convivencia democrática». ¿Cabe mayor cobardía por parte de quien debería haber puesto a ese individuo en su sitio? ¿Se puede caer más bajo?

Sánchez es el presidente de los españoles, también de quienes sufrieron la barbarie de esas bestias. Prestarse a pedir perdón por el suicidio de un terrorista convicto, mostrar solidaridad con sus correligionarios, dar carta de naturaleza a las calumnias de un separatista poseedor de un largo historial delictivo es impropio de un dirigente que aspira a ser respetable y respetado. Si malo es que implorara su apoyo para auparse hasta La Moncloa, peor es verle arrastrarse ante ellos con tal de mantenerse en el cargo. Porque su actitud servil, sus disculpas abyectas no solo lo humillan a él, sino que nos cubren de oprobio a todos.