Al final de la primera legislatura, Leopoldo Calvo Sotelo introdujo nada menos que diez cambios en el gobierno que había formado tras la dimisión de Suárez y el 23-F. Al apostar por Martín Villa y García Diez como vicepresidentes y por políticos de nuevo cuño como Matías Inciarte o Rodríguez Miranda, estaba tratando de evitar la catástrofe de UCD que pronosticaban los sondeos. Que nadie pudiera acusarle de no haberlo intentado.
Al final de la segunda legislatura, Felipe González introdujo siete cambios en su gobierno. Buscaba apuntalar la posición formal de Guerra como único vicepresidente, tras negarle el mismo rango a Boyer, pero también desplazar el gabinete hacia el centro, cambiando a Morán por Fernández Ordóñez en Exteriores y promocionando a Solchaga en Economía. Necesitaba una base social amplia para repetir mayoría absoluta.
Al final de la tercera legislatura, Felipe González introdujo ocho cambios en el Gobierno. Apostó por rostros populares en el ala derecha del partido (Enrique Múgica), en el ala izquierda del partido (Matilde Fernández), en el mundo sindical (Corcuera) y en el mundo intelectual (Semprún). Además, una mujer (Rosa Conde) ejerció por primera vez de portavoz. Toda una “operación simpatía”, en pos de la mítica tercera mayoría absoluta.
Al final de la cuarta legislatura, Felipe González promocionó a Javier Solana en Exteriores, a Rubalcaba en Educación y a un tal Griñán en Sanidad. Quería demostrar que, tras la dimisión de Guerra, la muerte de Fernández Ordóñez o las sospechas de corrupción sobre García Valverde, el felipismo disponía de banquillo y recambios para intentar mantenerse en el poder.
[Sánchez descarta su última ‘bala’: será el primero que no cambie el Gobierno en la 2ª mitad de un mandato]
Al final de la quinta legislatura, González forzó las dimisiones de Narcís Serra y Julián García Vargas por la crisis de las escuchas ilegales del CESID y aprovechó la oportunidad de catapultar a su presunto sucesor Javier Solana a la secretaría general de la OTAN. Quería exhibir reflejos ante los escándalos, poner de relieve el peso internacional de España, hacerse imprescindible y lanzar el mensaje de que vendería cara su derrota.
Al final de la sexta legislatura, en tres remodelaciones consecutivas, Aznar fue dando entrada en el Gobierno al independiente Pimentel, al cordial Jesús Posadas, al alcalde de Burgos Juan Carlos Aparicio y a un prometedor Ángel Acebes. Trataba de proyectar una imagen de renovación y ampliación de la base de su gobierno para pasar de la “amarga victoria” a la mayoría absoluta.
Al final de la séptima legislatura, Aznar cambió nada menos que a ocho ministros de golpe, promocionando a Rajoy como vicepresidente primero y trayendo a Zaplana de Valencia para que pactara la retirada de la anterior reforma laboral con los sindicatos. Con su cuaderno azul en ristre, estaba anticipando quién sería su sucesor y tratando de dejarle un escenario de paz social para que el PP siguiera en el poder.
Al final de la octava legislatura, en cuatro reajustes sucesivos, iniciados por la dimisión de Bono, Zapatero nombró nueve nuevos ministros, recuperando a Rubalcaba en Interior y dando entrada a socialistas populares como Carme Chacón e impopulares como Fernández Bermejo, y a independientes con pedigrí como César Antonio Molina o Bernat Soria. Capitalizando su talante, logró transmitir una sensación de vitalidad y flexibilidad política que le colocó en situación de cosechar su segunda victoria, lejos ya de la excepcionalidad del 11-M.
Al final de la novena legislatura, Zapatero introdujo hasta once cambios en el gabinete, promocionando primero a Rubalcababa como vicepresidente y portavoz, recuperando a Chaves, apostando por Trinidad Jiménez en Exteriores y por la jovencísima Leire Pajín en Sanidad. Estaba intentando evitar que su inmolación política, con los ajustes de 2010, se llevara por delante al PSOE.
Al final de la décima legislatura, Rajoy reaccionó a su acelerado desgaste, bloqueando la reforma del aborto de Gallardón, forzando su dimisión y sustituyéndole por el moderado Rafael Catalá. Poco después hizo lo mismo con Ana Mato, afectada por el escándalo de la Gürtel, a la que reemplazó por el popular ex alcalde de Vitoria Alfonso Alonso. Hasta el más indolente de los presidentes movía fichas para intentar seguir en el cargo.
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Ahora, después de que la undécima legislatura quedara abortada, al no lograr Rajoy la investidura; después de que la duodécima se viera fracturada por la moción de censura de Sánchez; y después de que la decimotercera tampoco echara andar, al topar Sánchez con aquel Pablo Iglesias que le quitaba el sueño, acabamos de pasar hace siete meses el ecuador de la decimocuarta legislatura. Estaríamos por lo tanto en ese tiempo político en el que todo presidente que ha cruzado tal mediana ha hecho cambios significativos en su Gobierno.
Es verdad que en julio del año pasado Sánchez abordó una importante remodelación del gabinete que formó en enero de 2020, con las sonadas salidas de Carmen Calvo, Ábalos y su jefe de gabinete, Iván Redondo -ministro en todo menos en el rango-, y hasta once cambios o rotaciones. Surgió un gobierno con Bolaños como hombre fuerte y mayoría de mujeres, con tres vicepresidentas y figuras emergentes como Pilar Llop, Pilar Alegría, Isabel Rodríguez, Raquel Sánchez o Diana Morant y, por supuesto, Albares. Un gobierno de perfil moderado en la parte socialista e irrelevante en la de Podemos, con Yolanda Díaz cada vez más alejada de Irene Montero y Belarra.
«El suicidio de Casado, el paso adelante de Feijóo y la hazaña andaluza cambiaron el guion al presidente»
Pero qué lejos queda ya aquello: trece meses en política son una eternidad. Era un gobierno que auguraba la ruptura de Sánchez con Podemos, Esquerra y Bildu, algunos pactos de Estado con la oposición y elecciones anticipadas en el otoño de este año. Unos comicios en los que el PSOE habría aprovechado la debilidad del PP de Casado, el repudio a Vox y la desaparición de Ciudadanos para hacerse con gran parte del espacio de centro. Pero el suicidio de Casado en la confrontación con Ayuso, el paso adelante de Feijóo y la hazaña andaluza de Juanma Moreno cambiaron por completo el guion al presidente.
Con su inagotable energía y capacidad proteica, Sánchez reaccionó en el debate del Estado de la Nación, sacándose de la manga el impuesto contra la banca y las energéticas, como culminación y emblema del discurso de los “señores oscuros con puros” que, a lo que se ve, también va a incluir a la prensa “intoxicadora”.
«Sánchez no tiene más remedio que tratar de polarizar al máximo a la sociedad española»
Los pasos dados ahora encadenan por primera vez a Sánchez donde no ha querido estar nunca: en una posición de izquierda radical orientada no tanto a conseguir la salida de la crisis, como a que sea una salida “social” que no beneficie al conjunto de los españoles, sino a esa “clase media trabajadora” a la que solo le falta llamar “proletaria” para que todos nos entendamos. De ahí la satisfacción de Podemos y Esquerra y los aplausos de Bildu.
La prueba de cuánto hay de impostura en este volantazo improvisado, que en el terreno de las apariencias sitúa a Sánchez más a la izquierda de lo que lo estuvieron jamás González o Zapatero, es que coexiste con una política exterior canónicamente europeísta y atlantista, bendecida no sólo por la Casa Blanca de Biden, sino también por la Comisión Europea de la democristiana Von der Layen.
Pero la apuesta ya está hecha y Sánchez no tiene más remedio que tratar de polarizar al máximo a la sociedad española entre unas anacrónicas izquierda y derecha de carácter ficticiamente estanco. Eso implica acentuar el sentido sectario de pertenencia en el PSOE -de ahí el desafiante blanqueo del malversador y prevaricador Griñán- e impulsar la descalificación sistemática de Feijóo.
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Más allá de la propia marcha inexorable de la economía hacia la recesión, el gran problema operativo de Sánchez es cómo convertir un gobierno diseñado para el pacto y la amabilidad en una jauría de dóberman a la caza del líder del PP. Ni Bolaños resulta creíble cuando dice que a Feijóo le “queda grande España”, ni a Pilar Alegría le sale natural tildarle de “primo de Rajoy, vago en conocimientos”, ni a Diana Morant deja de escapársele la risa al equipararle con Trump.
Tras la escabechina en Ferraz y el grupo parlamentario, parecía coherente que Sánchez preparara ahora un reajuste ministerial para dotar de mayor pegada a su máquina de guerra. Así lo manifestaron, tanto a EL ESPAÑOL como a otros medios, personas de su entorno directo que son las que merecerían el título de “intoxicadores” o quién sabe si “intoxicados” por el propio presidente.
Esa es ya una cuestión baladí porque Sánchez ha zanjado toda expectativa, alegando que está tan satisfecho con su actual gabinete que “va a durar hasta el final de la legislatura”. O sea que, por primera vez en casi medio siglo de democracia, un presidente ha renunciado públicamente a utilizar esa última “bala” de remodelar el gobierno en la segunda mitad de su mandato que, con mejor o peor suerte, todos sus antecesores han disparado. Esto es lo que hay, “esto es todo, amigos”, ha venido a decirnos.
[Editorial: Las tres hipótesis de por qué Sánchez renuncia a remodelar su Gobierno]
De las tres explicaciones barajadas en nuestro Rugido del León del miércoles yo descarto que el propio Sánchez desdeñe el valor de su palabra hasta el extremo de que crea conservar su libertad de obrar intacta. Tras este anuncio una crisis de Gobierno le haría pasar por embustero o desbordado por los acontecimientos, demasiado cerca de las urnas.
Tampoco me parece convincente la idea de que Sánchez se ha quedado sin banquillo. Tanto en las Secretarías de Estado, como en los gobiernos autonómicos socialistas, como en su propio Gabinete hay aún talento y mordida suficientes como para llenar media docena de carteras ministeriales. El listón tampoco está tan alto.
Mi diagnóstico es que si, tras barajar todas las opciones, ha decidido otorgar un inusual cheque en blanco de casi año y medio al actual equipo es porque ha llegado a la conclusión de que la mejora que obtendría, haciendo cambios en los ministerios sin cambiar de política, no compensaría prolongar la inestabilidad e insatisfacción que viene transmitiendo desde la debacle andaluza. Que nadie siga esperando el falso remedio de otro cambio de caras.
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Acostumbrémonos pues a los actuales desajustes, duplicaciones y triplicaciones. El problema de tener tantos portavoces es que, cuando el jefe lanza una consigna, como el “todos a por Feijóo”, la carrera por ver quién llega más lejos da pie a una arriesgada competencia sobre el asfalto resbaladizo de la exageración.
Esa multiplicación de bustos parlantes, cada uno con su propio acento, autorizados para hablar en nombre suyo –Cayetana, primero, Cuca después, Almeida, Montesinos y, por supuesto Teo– engrasó el camino de perdición de Casado.
Sánchez ya ha superado tal polifonía, pues Félix Bolaños es la voz de la Moncloa, Isabel Rodríguez la voz del Gobierno, María Jesús Montero la voz del PSOE, Pilar Alegría la voz de la Ejecutiva y Patxi López la voz del Grupo Parlamentario. Menos mal que Óscar López y su equipo mantienen el mutismo de los buenos fontaneros.
El libro y la película del momento podrían titularse Todas las voces del presidente (“All the president’s voices”) pero, a menos que emerja un claro solista, este orfeón desembocará pronto en un concierto para voces desafinadas.
En la entrevista que Fernando Garea le hizo hace dos domingos dentro de la serie “Un verano a contraluz”, la ministra portavoz Isabel Rodríguez -la única del quinteto en activo cuya función está refrendada por un nombramiento del BOE- mencionó a tres de sus antecesores como referencia de buen hacer en el cargo: Rosa Conde, Josep Piqué y Soraya Sáenz de Santamaría.
En efecto, cuando ellos hablaban se escuchaba a González, Aznar y Rajoy con toda nitidez y buena gramática. Si sumamos a Fernández de la Vega y Rubalcaba -portavoces respectivos del Zapatero al que le fue bien y el Zapatero al que le fue mal- tenemos el repóker de ases de quienes han ejercido el puesto durante la democracia.
Isabel Rodríguez cuenta con algunas de las principales virtudes de ese cupo de escogidos: casi siempre sabe de lo que habla, casi nunca habla de lo que no sabe, tiene una mente ordenada y una expresión bien estructurada. Es decir que, como recomendaba Mark Twain a quien quisiera explicar algo, comienza por el principio, continúa con todo lo demás y cuando llega al final, se para.
[Isabel Rodríguez: «El PP es un partido en rebeldía y Feijóo no puede esperar que se le trate como a un partido de Estado»]
El arte de saber pararse es esencial para que un portavoz no devenga en uno de esos exuberantes voceros que, a base de enlazar oraciones subordinadas, saltando de asunto en asunto, pierden a la vez el control de la sintaxis y la sindéresis y terminan diciendo, como le pasó hace dos semanas a María Jesús Montero en Algeciras, que el PP “sólo se preocupa por el 5% al que representa, frente al 95% del PSOE”, dejándonos a los oyentes con la perplejidad de por qué acaba de obtener entonces el respaldo de la mayoría absoluta de los andaluces. Como ven, hasta para desenredar esa madeja se necesitan cien palabras.
Lo único que le falta a Isabel Rodríguez para consolidarse en el puesto que se le encomendó hace un año es el escabel propio del cargo. Mientras su voz se escuche a la misma altura que las demás será inevitable que caiga en la tentación hiperbólica y termine diciendo algo tan desmesurado y grave como que Feijoo no puede esperar que el Gobierno trate al PP “como un partido de Estado”, cuando se ha declarado “en rebeldía” al no renovar el Poder Judicial.
Si ese va a ser el mensaje recurrente durante año y medio más, propongo que sea el propio presidente quien refrende a cada uno de sus portavoces con la cortinilla del “Esto es todo, amigos…”. Pero añadiendo también lo de “Les espero en la próxima caricatura”.