José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Sánchez no es Zapatero. No habrá nada similar a un mayo de 2010; no se producirá desistimiento del presidente; aguantará la coalición y reequilibrará su desgaste con presencias internacionales

En la segunda legislatura de Zapatero (2008-2011), el presidente prohibió que se mencionase la palabra crisis para referirse a la situación económica, sustituyendo el término por otro eufemístico como el de desaceleración. Hasta que pudo, mantuvo el trampantojo. Pero en mayo de 2010 se fue al Congreso y anunció la congelación de las pensiones, el decrecimiento de los salarios de los funcionarios y una subida de impuestos. El 27 de septiembre de 2011 se publicaba en el BOE la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución sobre la llamada regla de gasto —exigencia de Bruselas— y, al poco tiempo, la legislatura se dio por acabada. 

En las elecciones de 2011, el PP y Mariano Rajoy vapulearon al PSOE. Los conservadores obtuvieron su más amplia mayoría absoluta, con 186 diputados y casi 11 millones de votos, y el PSOE se hundió hasta los 110, con poco más de siete millones de papeletas. La sociedad española cambió tanto porque la mala marcha de la economía es la palanca usual que favorece la alternancia como por la falta de consistencia y resistencia de Rodríguez Zapatero, que atendió —sin saber si tenía margen para comportarse de manera distinta— los llamamientos nacionales e internacionales que le exigían medidas letales para sus expectativas electorales.

Aquel no es el escenario actual, ni para Sánchez ni para Núñez Feijóo. Ni tampoco la naturaleza de la crisis de entonces es como la de la presente, ni lo son las recetas de la Unión Europea para combatirla. Pero hay reglas prudenciales que deben seguirse, sean cuales fueren los modelos críticos por los que se atraviese, porque tratar de solventar los problemas de hoy con patadas presupuestarias sin reparar en el legado para futuros tiempos y venideras generaciones es irresponsable. 

Como los tres monos sabios japoneses, el presidente del Gobierno, sin la sabiduría de aquellos simios legendarios, se declara sordo, ciego y mudo ante las advertencias internas y externas sobre los cuestionables y cuestionados presupuestos generales del Estado para 2023, que ayer iniciaron su tramitación con el rechazo de las enmiendas a la totalidad.

Y también con la seguridad de que se producirá una negociación paralela a la presupuestaria con independentistas catalanes —la llamada desjudicialización: no recurrir al TC, rebajar las multas por alteración del orden público, reformar el delito de sedición— y vascos —reconocimiento oficial de las selecciones de pelota y surf, acuerdo sobre el cupo y avance hacia el «concierto político», además del económico, reclamado por el lendakari— y otros grupos como Bildu, que ya se han condecorado con logros sociales

Contra las cuentas públicas se han pronunciado la Autoridad Fiscal Independiente de Responsabilidad Fiscal, un organismo oficial regulado por ley orgánica de 2013 que tiene como fines los de vigilar la estabilidad presupuestaria y analizar su cumplimiento, y el Banco de España, advirtiendo de los riesgos de unas expectativas demasiado optimistas y de una expansión peligrosa del gasto público. En parecidos términos se han manifestado el Instituto de Estudios Financieros, Funcas, el think tank de la Confederación Española de Cajas de Ahorros (CECA), dedicado al análisis de las previsiones económicas y de las políticas públicas españolas y de la UE, también el Círculo de Empresarios de Madrid, la CEOE y otros organismos nacionales. En la misma línea, entidades internacionales: desde la Unión Europea hasta el FMI.

Las conclusiones son similares: las cuentas públicas españolas están “viciadas” por unas previsiones hiperbólicas (en los ingresos y en los gastos) y confeccionadas con una expectativa falsa: la del crecimiento del PIB, porque la previsión más compartida es que decreceremos, al menos, en el cuarto trimestre de 2022 y en el primero de 2023, y que a finales del año próximo nuestra riqueza nacional apenas si se habrá incrementado en un 1%. 

La respuesta del Gobierno es desconocer por completo (no oír, no ver, no hablar) estos diagnósticos y aferrarse al suyo con el propósito de entregar cuantas contrapartidas sean precisas, de cualquier naturaleza, con tal de sacar adelante los presupuestos. Se trata de una determinación tozuda, altiva, transaccional con cualquier mercancía política o económica, dejando para el que venga detrás tierra quemada.

Sánchez no es Zapatero. No habrá nada similar a un mayo de 2010; no se producirá desistimiento del presidente; aguantará la coalición todo lo que él quiera y reequilibrará su desgaste doméstico con operaciones internacionales. Si ayer, mientras se discutían las enmiendas a la totalidad, él, sobrado, se encontraba en Kenia, en noviembre se subirá a la peana de la Internacional Socialista, deambulará ostensiblemente por Bruselas a propósito de la invasión de Ucrania y del debate energético y tratará de alcanzar el mes de julio y asumir la presidencia rotatoria de la Unión Europea.

Entre tanto, poco le importa nombrar a una exministra sin cualificación jurídica para la presidencia del Consejo de Estado, infringiendo el artículo 6.2 de la ley orgánica reguladora del máximo órgano consultivo del Gobierno, o mantener en el ridículo más patético al director del CIS a modo de hooligan sectario que está siendo utilizado como un espantajo para atraer las furias incontenidas de los que se sienten engañados por sus heterodoxos barómetros electorales. 

Núñez Feijóo no puede pensar que Sánchez caerá como fruta madura de la misma manera que lo hizo en 2011 Zapatero. Debe imprimir a su oposición más profundidad, más incisión argumental, más contestación alternativa y más divulgación del deterioro que Sánchez causa al Estado. Lo que viene haciendo es correcto, pero insuficiente. La alternativa a un presidente que no respeta determinados perímetros institucionales requiere de un plan estratégico de oposición en el que la narrativa emocional y racional sea al menos tan potente como la del falso progresismo que, como un vehículo blindado, arrasa con todo lo que se le pone por delante y que ha dejado de atender a cualquier sentido institucional, incumpliendo las más elementales reglas no escritas (y a veces también escritas) del compromiso democrático.