Editorial-El Debate
  • La indecencia de un presidente ilegítimo no puede continuar y la democracia ha de encontrar ya la fórmula urgente para desecharle

El ingreso en prisión de José Luis Ábalos y de Koldo García, unido al previo de Santos Cerdán, confina en una cárcel política simbólica al propio Pedro Sánchez, cuya carrera es deudora de los tres anteriores.

Entre todos ellos le afinaron las primarias con las que se puso al frente del PSOE, quizá con trampas y métodos políticos y financieros deleznables; le engrasaron la moción de censura que convirtió al peor candidato de la historia de su partido en presidente y le garantizaron, por último, los oprobiosos pactos con todos los dirigentes y partidos fuera de la ley y en todo caso incompatibles con la Constitución y que le facilitaron seguir en La Moncloa.

El trío en cuestión no se entiende sin Sánchez y Sánchez no se entiende sin ellos. Porque, en lo sustantivo y más allá de cuestiones estrictamente penales, son lo mismo: un grupo indecente capaz de lograr sus objetivos por cualquier método, sin reparar en el coste que eso comporta, conculcando normas y convenciones y dejando tras de sí un reguero de destrucción, cambalaches, abusos y tal vez delitos.

Sánchez ha sido un presidente legal todo este tiempo, solo faltaría, pero también ilegítimo por la naturaleza de sus paladines y la indecencia de sus apoyos, cerrados más como un negocio mafioso que como un constructivo acuerdo político. Y en ese viaje de deterioro constitucional, de destrucción de la convivencia, de traición al espíritu del 78 y de conculcación del más elemental sentido común, además ha habido corrupción.

Ya veremos cómo acaban los distintos juicios en marcha, pero la mera existencia de acusaciones fundadas, de pruebas irrefutables, de grabaciones indecorosas y de testimonios contundentes refleja, como poco, la catadura del clan: una organización de impulso criminal, sincronizada para el negocio espurio, ramificada en distintas administraciones y protegida por Pedro Sánchez, que no puede alegar desconocimiento: a todos ellos les promovió y cobijó; desató una campaña pública y legislativa contra quienes les investigaban y solo ha roto amarras cuando ha pensado, ya tarde, que podía afectarle personalmente.

La cantinela de que el secretario general del PSOE actuó con energía y contundencia nada más conocerse los hechos es una mentira, otra más, de alguien cuya trayectoria es paralela a la de estos personajes, que se han beneficiado en la misma medida en que han beneficiado, como poco políticamente, a su benefactor.

Si a este tétrico paisaje se le añaden las imputaciones de su propia familia y se culmina con un bloque institucional de España, la conclusión es evidente: no puede permanecer al frente del Gobierno un presidente que no ganó en las urnas, no tiene mayoría parlamentaria, no puede aprobar Presupuestos Generales y está cercado por escándalos insoportables, de todos los colores, con todos los tamaños y con todos los protagonistas imaginables.

Sánchez es un fraude moral, ético y político, cuya resistencia a abandonar el poder es ya un acto de insurgencia democrática que le lleva no solo a aferrarse a algo que no le pertenece, sino a desatar una peligrosa confrontación contra el Estado de derecho, inasumible en un sistema democrático occidental como el que, muy a su pesar, sigue vigente en España.

Que un inmoral sin votos, más cerca de una llamada del Tribunal Supremo que ninguno de sus antecesores, pretenda normalizar la sentina que ha creado y se permita ignorar las responsabilidades políticas inaplazables que le tocan, es todo un desafío que solo puede ser respondido de una manera: con los poderes del Estado activados, las instituciones públicas en frente y la ciudadanía activa, vigilante y exigente. Sánchez está acabado, los daños generados tardarán en repararse y solo queda saber la fecha exacta de su óbito político. Cuanto antes sea, mejor.