Editorial-El Debate
  • El líder del PSOE se atrinchera en el poder para dotarse de una defensa espuria ante la respuesta decente del Estado de derecho a sus excesos

Anadie puede sorprenderle que Pedro Sánchez desprecie el interés general y opte por el propio, pues esa es la marca identitaria de su carrera política: la inició con un asalto a la Moncloa, tras sendas derrotas humillantes en las urnas y con una moción de censura espuria con partidos antisistema; la continuó ignorando el designio de las urnas en un cambalache obsceno entre una investidura y un catálogo de rendiciones constitucionales y la está rematando anegado por la corrupción y atrincherado en el poder.

El líder socialista, en fin, siempre ha conculcado el primer mandato de un presidente digno, que es bien sencillo de definir: hacer lo correcto, entendiendo como tal lo que dictan las leyes, regula la costumbre y reclama la sociedad.

Nunca lo ha hecho, hasta el punto indecente de intercambiar la impunidad de delincuentes por la promoción propia, vinculando su supervivencia a la cobertura de las exigencias de un prófugo de la Justicia, un condenado por terrorismo y otro por sedición; a quienes vincula la gobernación de un país indefenso por la complicidad del Gobierno con quienes quieren destruirlo.

A esa ignominia le añade la de la corrupción, en cuyo combate trató de justificar su llegada al poder hace siete años, con un discurso de transparencia, probidad y ética que conculcó desde el primer momento y resumen los escandalosos informes de la UCO, los obscenos audios de sus principales colaboradores, los detallados autos judiciales y el cúmulo de casos que afectan a su entorno político y familiar hasta extremos desconocidos en ningún país occidental.

Un presidente no tiene derecho a alegar que todo para él es una sorpresa si, a continuación, no asume la responsabilidad política exigible para el caso. Pero ese precepto es insuficiente para Sánchez, pues su versión de los hechos es incompatible con las evidencias documentales, que le sitúan más cerca de la complicidad y el encubrimiento que del desconocimiento.

Porque, al igual que los imputados son su esposa y su hermano y nada de lo que hicieran se entiende sin sus lazos familiares; los señalados por los escándalos son sus dos últimos secretarios de Organización, a quienes utilizó, promocionó y protegió hasta que, simplemente, mantenerlos era incompatible con su propia supervivencia. Y aunque niegue la proximidad de Koldo García, no es un dato menor que Koldo fue la persona a la que confío sus avales en el congreso del PSOE.

Aceptando que Sánchez no participara en las andanzas de Cerdán y Ábalos, algo que tendrán que certificar los tribunales llegado el caso, las toleró con desprecio a las prolijas y detalladas informaciones que desde hace años se vienen publicando, tantas de ellas en El Debate.

Y lejos de adoptar una posición de duda y prospección de los hechos, decidió atacar a quienes las destapaban, las investigaban o las enjuiciaban; con discursos antisistema impropios de un demócrata y un afán legislativo destinado a dotarse de impunidad.

Quizá porque el líder socialista es bien consciente de que, por mucho poder espurio que despliegue para protegerse, un Estado de derecho sólido encontrará la réplica adecuada y mantendrá firmes los diques de contención a los abusos, incluso cuando estén inducidos por quien más debería ayudar en su tarea.

La supuesta resistencia de Sánchez es en realidad insurgencia, con tintes de burda estrategia para escapar de las responsabilidades incluso legales que puede haber contraído por acción u omisión. Y ante eso, la mejor respuesta es la tranquilidad, el rigor y el respeto a las instituciones y sus procedimientos, que a buen seguro encierran la llave para colocar al personaje en el lugar que se ha ganado.